El siglo XXI está claro que ha mejorado nuestra calidad de vida; hemos conseguido avances sociales muy significativos en materia de igualdad, derechos u oportunidades y progresos en el ámbito tecnológico que parecían impensables, pero parece que no hemos sido capaces de erradicar determinadas conductas o, incluso, han aparecido nuevas formas de incivismo y vandalismo. Estos días estamos comprobando como la estupidez humana no tiene límites y ha llevado a algunos ignorantes con tics fascistas a derribar estatuas y monumentos que conmemoran gestas históricas o personajes que han dejado su impronta en el desarrollo social. Estos energúmenos adolecen de dos taras: la primera es juzgar la historia con el prisma de nuestros días (dado que entonces no se salvaría nadie), mientras que la segunda es arrogarse la autoridad para decidir, en base a su propio criterio ideológico, quien debe pervivir y quien debe ser lapidado. Esta deriva iconoclasta no pasaría de la mera anécdota, si no fuera promovida por líderes sociales e incluso políticos que orientan a sus prosélitos con el fin de demacrar los episodios históricos que repelen, en pro de aquellos que pudieran beneficiar sus espurios intereses.

Existe otra forma de incivismo contemporáneo que, a nivel local, sufrimos con severa virulencia. Se trata de los individuos que campan por nuestras playas con altavoces a todo volumen, perturbando al resto de visitantes con sus ruidos que se acercan más a la cacofonía que a la música. Semejante conducta pone de manifiesto la soberbia que padecen estos lacayos de la mala educación, dado que podrían disfrutar de su estruendo con unos simples auriculares sin alterar la paz del entorno. Vivimos tiempos convulsos en los que el respeto se ha convertido en un antagonista.