Ayer se celebró el Día del Orgullo Lesbiana, Gay, Transexual, Bisexual, Intersexual y Queer. A mi modo de ver, una celebración que me gustaría que desapareciese del calendario lo antes posible. Pero espere amigo lector, antes de acusarme de homófobo, déjeme explicar por qué.

La celebración del Día del Orgullo LGTBIQ es una reivindicación, una llamada de atención ante un fallo de nuestra sociedad. Significa que todavía algunos se creen con derecho a juzgar si está bien, mal o regular que fulanito y sutanito se quieran, se toquen, se besen o hagan con sus cuerpos lo que ambos de común acuerdo tengan a bien. O que sigan habiendo trogloditas que crean que a alguien se le puede «hacer heterosexual con un cursillo». O que la homosexualidad es algo que se puede «curar», como si de una enfermedad se tratase.

Menos mal que nos quedan los tolerantes: «Yo tengo amigos homosexuales, eh?» o aquel que dice de otro: «Es gay pero es muy buena persona». Como si una cosa estuviese reñida con la otra.

Mala pinta tiene mi deseo. La homofobia, como el machismo, están en el ADN de nuestra sociedad, en nuestra educación. Nuestro día a día está lleno de esas expresiones y actitudes a las que no damos importancia, pero que siguen perpetuando el desprecio al/la que vive su sexualidad de una manera diferente a la nuestra. Aunque nuestro país ha recorrido mucho camino en el reconocimiento de los derechos de los homosexuales parece que ahora algunos quieren retroceder a periodos ‘naftalenos’. No, no, ni un paso atrás, una sociedad moderna y saludable no puede permitirlo. Y si miramos a otros países, no olvide que en Arabia Saudí, Irán, Sudán, Yemen, Mauritania, Nigeria y Somalía, la homosexualidad está penada con la muerte. Terrible.