Primero nos robaron el mes de abril, luego los besos, los abrazos, los conciertos y ahora hasta nos han desnudado los labios. En unos meses nos sacudirán las cuentas corrientes, o lo que quede de ellas, con subidas de impuestos y amenazan incluso con confinarnos otra vez este otoño. Nosotros, mientras, para no pensar en todo eso, nos lavamos el alma, la cara o las manos hasta hacernos daño, bañándonos con miedo en esta nueva normalidad por si nos la vuelven a arrebatar de cuajo.

Nuestras madres no quieren vernos, o al menos no tienen prisa porque cojamos ese vuelo tras el que deberemos presentarles un test negativo del COVID-19 con excedente de anticuerpos si queremos degustar sus croquetas y que nos templen los huesos. Hoy las pruebas del coronavirus son como los exámenes de hace 20 años y nuestras vacaciones también dependen de ellas.

Nuestras madres tampoco quieren venir a Ibiza por si algún turista loco les pega algo entre balconing y balconing y, como siempre, tienen razón, porque ellas son como las enciclopedias: grandes y sabias. De hecho, ya los hemos visto bajándose la mascarilla en los supermercados o desafiando a los trabajadores del aeropuerto con sus dos metros de altura y una mala leche propia del frío norte de Europa, mientras afirman que harán lo que les dé la gana porque para eso vienen a gastarse el parné en nuestra casa. Nosotros nos mordemos la lengua y decimos en voz queda que las normas son iguales para todos, pero claudicamos y bajamos la cabeza porque nos da miedo que se nos acaben los huevos.

Nuestras madres nos recuerdan que en Madrid o en Aranda lo han pasado muy mal y que toda esta locura no ha sido un paseo de rositas como en Ibiza. Se les han ido amigos, hermanos, padres, abuelos o primos y les toca muchísimo las narices vernos en los informativos haciendo el gilipollas y atestando las playas, las plazas o las terrazas sin darnos cuenta de que todo esto ha sido y es muy serio.

Mi madre tiene razón y se queja de que el puñetero coronavirus nos ha privado incluso de pintarnos los morros. Ella lo desafía y se lo calza desde que empezó el confinamiento, aunque no salga de casa o solo lo luzca desde la terraza.

A partir de los 40 descubres que ese sencillo gesto de pasarse una barra roja por los labios logra alejar las miradas de otras partes del cuerpo que se van desviando hacia el centro de la tierra. Unos labios de amapola son capaces de esquivar ojeras oscuras, curvas sin frenos o canas incipientes.

La nueva normalidad nos ha traído desconfianza, mala leche, calor y hasta nos impide darnos un buen brochazo para esconder la mala cara, camuflarnos bajo el maquillaje o subirnos la autoestima a golpe de rouge. Menos mal que el sol ya me ha puesto un poquito morena y que se me da muy bien eso de sonreír con los ojos, porque en épocas de crisis siempre he tirado de pintalabios rojos con los que poner color a las penas y ahora me han dejado en pelotas hasta en eso.