Esta temporada alberga los peores horrores imaginables para la economía de nuestro singular rincón. La desgracia se cierne sobre miles de familias a las que no les salen los números para afrontar todas sus obligaciones pecuniarias.

Pero ante esta tormenta de tamaña virulencia no nos queda otra que buscar un punto de luz al que aferrarnos para no perecer en el intento de superar este bache. Ese ápice de esperanza es el reflejo insólito de una isla desconocida sumida en el silencio provocado por la ausencia de bullicio. Dicho silencio revela en realidad una música que durante décadas había sido silenciada por el estruendo.

Si preguntáramos en otras latitudes a qué suena Ibiza, probablemente nos dirían que a música electrónica, a reggaeton o a trance. Se equivocan. Ibiza huele a mar, sabe a sal y suena a Rossini. El compositor de Pésaro dejó una impronta musical en cuyas partituras se puede leer la esencia de una realidad que hasta ahora nos era ignota. Sus imponentes melodías repletas de energía, coloraturas y agudos nos trasladan a una isla de Sol que eriza la piel con tan solo dejarse mirar y que dibuja una sonrisa en el rostro a todo aquel que la aprende a disfrutar.

Rossini representó involuntariamente las cuatro estaciones de Ibiza con su música. Su famoso crescendo es una primavera que se prepara para el compás frenético que anuncia el verano durante el cual sólo se escucha el staccato martilleante que penetra nuestros cerebros y no los deja de corroer hasta que, frenando su música en un suspiro, llega el otoño que deja paso a un invierno que sabe a entreacto.

Aunque este verano se parezca más a un desolador drama wagneriano, nos debemos embriagar de esta versión de Ibiza hasta que llegue la cabaletta final que nos devuelva a la serenidad.