Nací en Madrid y durante los primeros años de mi vida me crié en en el barrio de Canillas. Después, cuando mis padres se construyeron una casa en El Boalo, un pueblo de la sierra de Madrid a 45 kilómetros de la capital, nos mudamos allí y empecé a tener constancia de la importancia de un buen servicio de autobuses. Muchas veces mi padre, con infinita paciencia y siempre con una gran sonrisa a pesar de las horas y el estado en el que llegábamos, nos esperaba a mis amigos y a mí para llevarnos a casa. Otras en cambio nos teníamos que buscar la vida para adaptarnos a los horarios de los buses, siempre atentos al reloj y sin despistarnos un minuto porque no teníamos móviles y no había demasiadas frecuencias. Vivimos grandes aventuras en aquellos autobuses y siempre con respeto nos echamos grandes risas con Higinio, un conductor mítico que nos llevaba desde Moncloa a El Boalo. Por eso, habiendo vivido en un pueblo bastante lejano a Madrid no puedo concebir como el Consell deja sin servicio de autobuses a pueblos como Cala Llonga, Sant Mateu o Santa Agnès. Durante muchos años he dependido de las frecuencias de autobuses que funcionaban a las mil maravillas tanto si te dejaban en Moncloa como en Plaza de Castilla. Una hora y en Madrid. Una hora y en casa. A aquellos gobernantes no les importaba que fuéramos pocos en el autobús o que fuera un servicio deficitario. Pensaban en las personas, en la utilidad de un servicio público y en que no se puede dejar a los vecinos tirados. Entendían y entienden que la prioridad son los ciudadanos por encima del dinero y que las administraciones tienen que estar para ayudar y facilitar la vida a los vecinos. Y eso pasa, por ejemplo, por ofrecer un servicio de autobús digno sin pensar si es o no deficitario el servicio.