Yo no he fumado nunca. Ni siquiera sucumbí al pitillo de los 13 años que se pasaban unos a otros en una esquina de la Plaza Roja entre pachangas de baloncesto y partidas de cartas.

En mi pandilla eran muchas las que invertían la mitad de su paga en cajetillas de rubios baratos, mientras que yo prefería hacerlo en un buen bocata de tortilla; era cuestión de prioridades. Una noche, en el Órbita, una de nuestras amigas nos obligó a dar unas caladas al que tipificó como «el cigarro de la amistad», una prueba que teníamos que hacer juntas mientras consumíamos nuestras primeras cervezas. A día de hoy sigo rechazando ambas cosas, no sé si por el agobio que sentí en aquel baño sucio y oscuro o por una razón tan sencilla como que me siguen pareciendo hábitos desagradables y nada placenteros. Eso sí, de aquel antro atesoro algunos de los mejores momentos de mi adolescencia. Allí aprendí a poner copas, todo sobre cachis, chupitos y combinados y también que las personas más educadas eran las que peor pinta tenían. Un lugar en el que podíamos cantar a grito pelado una canción de Extremoduro para pasar acto seguido a otra de Ella Baila Sola mientras jugábamos un partido de futbolín con grupos de heavies, de punkis o de pijos, daba igual. Allí conocí a la primera periodista que recuerdo y me ratifiqué en que quería ser como ella y descubrí música y grupos que jamás habrían sonado en la radio. Creo que la vida debería ser como aquel microcosmos en el que todos éramos iguales y donde veíamos a las personas más allá de su aspecto, tal vez por el humo que lo contaminaba todo o por la inocencia de la edad, pero aprendí más cosas encaramada a aquella barra pegajosa que en decenas de clases de psicología.

En mi tribu ya casi no fuma nadie, incluso mi padre lo ha dejado tras más de 55 años cosido a un cigarrillo continuo. Durante décadas he sido tan insistente para que todos ellos erradicasen el tabaco de sus vidas que cuando en algunas cenas se les cuela un ‘piti’ entre los labios de forma esporádica, más como capricho que como vicio, me siguen mirando con ojitos de cordero y se disculpan por hacerlo. No los culpo, desde hace décadas he sido su peor azote recordándoles que el cáncer es su segundo nombre, el envejecimiento prematuro de la piel, la adicción que no les permite ser libres, el mal olor que provoca o el alto precio de cada caja de ese veneno pero, aun así, ellos han sido en miles de ocasiones más fuertes que yo. ¡Y ahora el BOIB lo publica como eximente en la obligatoriedad del uso de la mascarilla para frenar el contagio del coronavirus, a pesar de que se ha demostrado que exhalar humo incrementa su riesgo de transmisión!

Una vez más, ilusa de mí, creí que no sería una excepción y que, si se promulgaba la obligatoriedad de llevar mascarillas en la calle, en espacios públicos, en restaurantes y tiendas, fumar no estaría permitido. Y es que la Conselleria de Salud podría provocar con este guiño, aunque suene a antítesis, que se incremente el consumo de esta droga liberando ‘del bozal’ a quienes se la lleven a la boca.

Yo, que soñaba con una isla en la que las playas fuesen declaradas libres de humo y en la que pudiésemos ser pioneros en evitar que un puro nos echase por tierra el delicioso aroma de un buen arroz en una terraza, he visto cómo mis ilusiones arden sin remedio y se consumen en esta absurda nueva normalidad que nos hemos inventado.

Todavía recuerdo con escalofríos aquellas noches en las que volvía a casa con dos copas de más y con el pelo y el abrigo atufando a tabaco o esos trayectos a casa en autobús donde pasivamente me mareaba sin remedio a costa de la decisión de otros y en medio de una neblina que lo cubría todo. Tal vez este hubiese sido un momento perfecto para erradicar de una vez por todas esta peste de nuestras vidas, pero para eso habría que ser valiente y es más fácil que la gente siga cantando eso de ‘fumando espero’ mientras nuestros hospitales se siguen llenando de enfermos.

Me despido con un par de datos: según las últimas cifras de la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC), el tabaco provoca en nuestro país más de 50.000 muertes al año o, lo que es lo mismo, representa el 13 por ciento total de los decesos, mientras que se lleva a más de siete millones de personas por delante al año, en todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). En fin, feliz domingo.