Se atisban, despuntan ya en la cercanía del horizonte a modo de tormenta social perfecta, de ciclogénesis explosiva vertedora de paro y miseria, datos, números y evidencias tan diáfanos de la hecatombe económica inminente que, a estas alturas, ni siquiera a los menos avispados en dígitos deberían pasarles desapercibidos sin provocarles una profunda sensación de rabia y desasosiego. No es que pretenda ser alarmista, es sencillamente que, releídos ya bastantes capítulos de esta novela distópica de mascarillas, confinamiento, aplausos en los balcones, muertos invisibles y ruina muda, el que todavía no lo sea peca de una ingenuidad que roza la estupidez y mansedumbre de esa hornada de ciudadanos abonados a Sálvame, Gran Hermano y demás bodrios (no se crea un Épsilon completo en un solo día) o simplemente, medra en las cenagosas aguas de este estado inútilmente mastodóntico en el que cientos de miles de parásitos improductivos desangran su maltrecha piel de toro sin producir beneficio alguno para el ciudadano de a pie. España agoniza, se nos diluye exhausta entre las manos abocada a la censura, las colas del hambre y las migajas de Hansel y Gretel que nos vaya tirando el Estado. España se retrotrae a la novela picaresca y mendiga entre los ricos del Norte, se torna bufona y hace cabriolas por las cancillerías de Europa en pos de las limosnas que le permitan seguir manteniendo unos años más la fiesta vitalicia del aforamiento, el coche oficial, los consejeros y cargos de confianza, los liberados sindicales y los Ministerios hechos a medida de sus señoras. Si hubiese un ápice de dignidad en nuestra clase política y periodismo, si lo hubiese, cada mañana nos desayunaríamos ante un tsunami de preguntas y reproches sobre esa deuda y sobre el, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que nuestra deuda ya rebasase el 100% del PIB ante la indiferencia general antes de que nuestro Presidente, Pedro el Pedigüeño, les explicase, sin llevar la mascarilla pertinente (jugada maestra que intuyo para dar más pena), a sus homólogos europeos que nuestros ahorros ya no daban ni para la gasolina del Falcon, ni para la servidumbre del Palacio de las Marismillas de Doñana? ¿Cómo es posible que de un 7,5% de deuda en año 1975 hayamos pasado a esa impronunciable cantidad, salvo para un licenciado en matemáticas, que debemos en la actualidad? ¿Y, básicamente, cómo es posible el silencio cómplice ante tamaño despilfarro que hipoteca tanto nuestro futuro como la riqueza de las generaciones venideras? Así estamos, en esta fosa sin fondo y, como en este país siempre se puede ir a peor, súmenle la cantidad estratosférica concedida hace unos días en forma de caritativo mordisco en el bocadillo de nuestros primos ricachones y gordos de Europa y proyecten en las generaciones futuras la herencia envenenada que les legamos, todo un infinito de miseria gracias al ostentoso derroche ininterrumpido durante décadas de nuestro dinero a manos de pésimos gobernantes y del costosísimo rompecabezas del Estado de las Autonomías. Ahora, solo nos queda rezar con devoción para que aquellos que no saben contar fallecidos, ni comprar material en condiciones, ni gestionar unas cientos de residencias, ni poner de acuerdo a su comité secreto de expertos (¡tan secreto, de tal hermetismo, que ha terminado por resultar inexistente!), vengan a poner a flote el inmenso Titanic que a la vista de todos se hunde lentamente sin otra música que lo acompañe que las loas sobre lo bien que va todo de los apesebrados del Régimen, músicos, que en este caso, disponen todos de chaleco salvavidas.

El corrillo eufórico de camaradas que recibió a Pedro Sánchez a su llegada al Palacio de la Moncloa tras su mendicante periplo por Europa, aplaudía con la gratificante y sincera certeza de que, el caballo apocalíptico del hambre que se nos viene encima, ni siquiera va a pasar por donde viven ellos. Porque, creedme, lo que llama a nuestra puerta es el hambre.