No sé tirarme de cabeza a la piscina, ni al mar desde la cubierta de un barco o el filo de una roca. Me dan miedo las alturas y tiemblo cada vez que me encaramo a una escalera.

No sé coser ni silbar con los dedos y cuando digo “de esa agua no beberé” es porque sé que hay caños secos.

En mis cuarenta y pocos años de rodaje ya sé qué es lo que no quiero y me refrendo sin dolo en ello para hacerme más fuerte y sufrir menos.

Si fui capaz de sobrevivir a una adolescencia en la que no probé el alcohol en tierra de vinos y he mantenido mis creencias rechazando el consumo de todo tipo de drogas o los deportes de riesgo, ¿de dónde salen todos esos jueces que todavía silabean con una sonrisa maliciosa en los ojos que ya caerás? Es como el eterno debate de los hijos y ese “todavía estás a tiempo”.

La respuesta es tajante y no tiene estrías: no me gustan, no los deseo y ya estoy cansada de tener que justificarme por ello. En qué libro está escrito que no estaremos completos si no comemos de todos los platos e incluso de dedos ajenos y por qué no comenzamos a poner voz y letra a uno real en el que nos descarguen de tener que hacerlo.

Yo me niego, así, a bocajarro y sin fisuras. Lo hago sin juzgar a quienes escogen otro camino, respetando sus decisiones y manteniendo las mías.

Me caí de un caballo en mi 18 cumpleaños y decidí no volver a montar a pesar de que mi amiga Mariola se empeñase en quitarme el trauma en Marruecos sin éxito. Soy firme porque sé que me huelen el recuerdo de aquella herida y una vez rota la cadena de la confianza no hay fe que la reconstruya.

También porque, honestamente, no me apetece y punto. Tampoco volveré a caer en el engaño de que un camello es más seguro y que pasear en su lomo es un baño en las dunas. Yo me niego.

Detesto los tacones y no sé andar con ellos. Los considero instrumentos de tortura y tampoco confío en las personas que no se los quitan ni en casa y aseguran estar más cómodas encaramadas a ellos, porque alguien capaz de normalizar de esa forma el dolor esconderá más secretos en su mochila de los engaños.

Me niego a mentir, aunque sepa rechazar lo que no deseo con buenas palabras. Solo entran en mi casa y en mi vida las personas a las que decido abrirles la puerta desde el corazón y el afecto y considero a mi perra un miembro imprescindible en mi familia.

No puedo comer lácteos, tinta de calamar, almejas, ajo, cebollino, cebolla, algunas frutas y la mayoría de los dulces y estoy cansada de que la gente me diga que por una vez no pasará nada, porque es mentira: sí que pasa, ¡siempre pasa algo! He visto cómo conocidos perdían el juicio y la vida por unas pastillas mal paridas y de qué manera se apagaban sus sueños por conducir deprisa.

He llorado a seres maravillosos porque se olvidaron de las personas en las que prometieron no convertirse y trazaron caminos sin retorno. He dado decenas de noticias de jóvenes muertos tras saltar de un balcón o meterse una raya torcida.

Por eso hoy me planto y me reafirmo en que no sé tirarme de cabeza ni lo necesito. La mayoría de los retos a los que otros pretenden empujarme no tienen un fin con acierto, ni son necesarios o buenos para mí.

¿De verdad es preciso enfrentarnos a todos nuestros miedos? ¿Pasa algo si decidimos no navegar, no volar o no mirar el suelo desde un rascacielos? ¿No son acaso esas cautelas una herramienta natural del ser humano para seguir viviendo?

Por todo eso yo me niego a poner en peligro esta partida en la que quiero seguir jugando durante mucho tiempo, me niego a arriesgar, a apostar todo a una carta o a interpretar un papel elegido por otros que no sea creíble en esta escena.

Aunque no esté de moda, yo me niego.