Magullada, infravalorada, olvidada, ignorada, exprimida, menospreciada y ahora amordazada. La cultura es tan necesaria para una sociedad como prescindible para el político de turno que la concibe como algo superfluo, a pesar de su impacto económico y su relevancia en cuanto a la evolución y el progreso de la humanidad. Esta industria aporta nada menos que un 3% del PIB (unos 37.000 millones de euros) a la vez que da empleo a 704.300 personas en España. Pero más allá de su impacto directo, la cultura tiene una gran influencia sobre otros sectores como el turismo. Sin ir más lejos, se calcula que es un factor determinante para un 20% de los movimientos turísticos, mientras que un 37’2% de los turistas que visitaron nuestro país en 2018 llevaron a cabo alguna actividad cultural.

Durante el confinamiento no hubo un solo individuo que no alabara las bondades de los músicos, los bailarines, los cineastas y los actores; pero la “nueva normalidad” devolvió la cultura a su espacio ubicado en la residualidad y nos demostró que esta pandemia no ha hecho la menor mella ni en los carcomidos cerebros de la clase política ni en los de ciudadanía en general.

Pocos sensatos conciben las profesiones culturales como tales, relegándolas al angosto mundo de los hobbies y el entretenimiento. Todos queremos que nuestro amigo nos cante, que toque esa canción infumable que tanto nos gusta, que amenice nuestros eventos y veladas con su talento o que nos regale entradas para su concierto. Pero siempre gratis. ¿Quiénes se han creído estos artistas con esa extraña manía de querer comer?

Los brotes de la maldita enfermedad aumentan y hay que sacrificar a un sector para que la masa social vea y crea que sus representantes públicos están haciendo algo por su salud. ¡Bingo! En la industria cultural han hallado la cabeza de turco ideal para expiar sus conciencias y elaborar los argumentarios que venden a los medios de comunicación justificando su incansable, certero y arduo trabajo que tan sólo nos ha llevado a jugar la champions leage de los contagios y los fallecidos.

Hay que cerrar los cines, los teatros, los museos y cancelar toda clase de conciertos, exposiciones y demás eventos culturales, a pesar de que en ellos se respete la distancia de seguridad, se limite el acceso, el uso de la mascarilla sea obligatorio y haya veinticuatro dispensadores de gel hidroalcohólico por metro cuadrado. Es sabido que la gente se contagia en estos eventos, pero que son inmunes cuando se agolpan en los bares, en las playas, en los aviones y en las visitas reales. En Sant Antoni da igual que se agrupen 3.000 personas para comprobar lo bellas que son Sus Majestades, pero que a nadie se le ocurra poner un pie en un concierto, un cine o un teatro.

Toda prevención es poca (salvo para los conspiranoicos que tienen lo justo para no orinarse encima). Nadie cuestiona que debemos remar juntos para frenar la propagación de la enfermedad y seguir las recomendaciones de los expertos, pero que no nos pidan permanecer impasibles ante las imposiciones políticas de medidas incoherentes que pasan de puntillas sobre un sector y se ceban con otros. No puede ser que la cultura sea siempre la damnificada, ni pueden terminar de estrangular a unos profesionales que a duras penas sobrevivían en tiempos de bonanza. Si pasada la (escasa) temporada turística nos vuelven a encerrar cual rebaño de ovejas, pónganse sus versiones del ‘Resistiré’, sus vídeos infantiloides, sus amables alabanzas, su optimismo vomitivo y sus aplausos en el orificio más oscuro y tétrico que alberguen.