Lo mires como lo mires, este habrá sido un verano de mierda. Con sus atardeceres de fuego rasgando el mar, con la música de las olas lamiéndonos las heridas, con el ronroneo de las cigarras alborotadas cantando al caer el sol y el murmullo de los pájaros saludándonos cada amanecer, pero con una tristeza que no se apaga ni de noche ni de día.


Un verano en el que han llegado al mundo niños nuevos y lágrimas viejas y donde se han dado el codo amores recién nacidos con corazones que caminan entre tinieblas. Un verano donde todo ha sido igual sin poder evitar ser radicalmente diferente. Meses ardientes, sin tregua y con bozales tapándonos los dientes, en los que el aire desprende un hedor tan insoportable que no se quita ni con dos vinos. Simplemente, este será recordado como un verano de mierda, similar a aquellos de guerras y de posguerras, donde el pan negro era el único consuelo y en el que nunca acabaremos de entender cómo llegamos hasta esta cárcel. Al final nadie sabe nada, dónde comenzó todo, más allá de un mercado y en las tripas de algún laboratorio, quién y por qué y cómo y a santo de qué leches hemos llegado a vivir esta pandemia que algunos niegan mientras otros mueren. En qué libro descubriremos qué fue realmente lo que nos contaron y qué lo que nos aconteció y cuáles serán las secuelas que tendremos a partir de ahora. Cuánto tiempo seguiremos respirando este olor que nos ahoga y quién nos salvará de este particular Titanic.


En estos meses de canícula hemos roto todas las promesas que nos hicimos: no hemos disfrutado la vida ni hemos hecho deporte, no nos hemos bañado lo suficiente ni hemos reído como antes. No hemos podido abrazarnos, ni abandonarnos al amparo de una guitarra. Nadie me ha acompañado hasta quedarse sin voz cantando a las estrellas grandes éxitos de karaoke. Este ha sido el primer verano sin visitas desde que vivo en Ibiza, sin eventos ni bodas y sin querer apagar las farolas a soplidos. Nunca había tenido tan pocas ganas de estar, de compartir y de salir a comerme las calles y las playas.


Este ha sido un agosto al que tenemos ganas de despedir para que no vuelva, en el que nos han prohibido bailar, tomar cañas y lucir bocas. Donde los besos dan miedo y las lenguas se ahogan. Un verano de mierda en el que algunos han tenido vacaciones y otros los hemos mirado como si ya no supiésemos el significado de esa palabra. Con incertidumbres, sin planes, con la única certeza de lo que haremos mañana y con colegios silenciosos que temen no encender sus aulas. Un verano quejumbroso en el que los empresarios tiritan de frío a 40 grados y donde los trabajadores arden en los infiernos de cuentas que no salen, mientras que los de arriba nos miran como si fuésemos los pobladores de un particular acuario en el que experimentar nuevos inventos.


No es que mi pluma tenga otra tinta ni que yo sea de pronto una persona negativa, sino que, cuando los eufemismos y la inocencia fallan, a las cosas hay que llamarlas por su nombre y no saben las ganas que tengo que mandar a tomar por saco a este eterno verano de mierda.