Esta semana la he liado parda en mis redes sociales. No he mezclado ningún componente químico en una piscina ni he emitido críticas polémicas sobre política, toros, fútbol o arte, simplemente he defendido la ortografía. Así, sin más.

Los hechos se produjeron la noche del miércoles, cuando respondí a un tuit del escritor Manuel Vilas, finalista del último Premio Planeta y autor de Alegría. Irónicamente la tristeza me invadió al encontrarme tras ese gesto con una cohorte de seres que repelían su sentencia. Atrevido, Vilas afirmaba que «la ortografía no es un adorno sino que es pensamiento, inteligencia, rigor y delicadeza» y que una falta de ortografía «es la cosa más triste del mundo». A mí la metáfora me conmovió, tal vez porque la entendí, así que le respondí con un tímido «amén» que me valió la pregunta de un internauta sobre mis inclinaciones religiosas y mi pertenencia a alguna escisión radical del catolicismo. ¡A mí con esas, pardiez! No obstante, y ya que no es la primera vez que me pasa, voy a tener que revisar mi vocabulario, cincelado en un colegio de monjas donde me llamaron tantas veces «hija del demonio» por ser zurda que creo que al final me lo metieron dentro. Pero no me quedé ahí, me vine arriba y agregué a ese sustantivo procedente del latín que «escribir respetando la ortografía es un signo de educación hacia quienes nos dirigimos, de amor, incluso, por nuestra cultura, por quienes lucharon para que todos pudiésemos tener las letras como amigas y por nuestro idioma, que es al fin y al cabo parte de nosotros». Estos 140 caracteres me costaron varios insultos tales como arrogante, pija clasista o, el más creativo, aunque no lo recoja la RAE, «ortonazi». Hubo incluso un tuitero que me acusó de formar parte de los conquistadores españoles que invadieron su pueblo y le impusieron el castellano como lengua. Aquí me sentí mayor, como si me hubiesen echado cinco siglos encima, y cansada, muy cansada por lo que se nos viene encima.

Yo, que no acostumbro a bloquear en estos canales a nadie, me hinché a eliminar a usuarios de mi cuenta. Fueron decenas y todos coincidían en algo: no tenían nombre, apellidos, ni foto, sino apodos y avatares mejor o peor resueltos. Lo que esgrimían en nuestra contra, y aquí me alío con Manuel Vilas para ver si se me pega algo, es que hay gente que no ha tenido la oportunidad de estudiar ni de formarse y que no es por ello menos educada o menos inteligente. Hasta aquí estamos todos de acuerdo. De hecho, por personas como nuestras abuelas, para las que el acceso a la universidad durante el franquismo era ciencia ficción, hoy tenemos la suerte de poder estar escribiendo esto. En mi caso no necesito remontarme tres generaciones, ya que mi madre tuvo que ponerse a trabajar con 14 años y ha sido precisamente ella la que más me ha alentado para que llegase donde ella no pudo. No se crean que no le corrijo cuando escribe mal un WhatsApp o cuando me ofrece una «cocreta», y más que por soberbia, como me acusaban algunos, es simplemente por amor hacia la mujer más lista de la tierra. Valoro por encima de todas las cosas cómo se han esforzado mis padres para que pudiese estudiar, todos los libros que me han regalado a lo largo de mi vida y con qué orgullo y emoción han sostenido los míos cuando los he escrito, así que no me vengan con gilipolleces y luchas de clases porque en una sociedad globalizada como es la nuestra, quien tiene cuenta de Twitter puede navegar en Internet y perderse en millones de lecturas gratuitas. Y es que a escribir bien solo se aprende de dos maneras: leyendo mucho, muchísimo, y viviendo.

Les cuento todo esto con el sarcasmo cosido a estas tripas mías que tienden a preocuparse por lo que viene; personas que reivindican la ignorancia como status y que tiran piedras a los locos que seguimos leyendo libros de héroes. Al final, nada que no nos contasen Cervantes u Ortega y Gasset hace unos cuantos años, porque parece ser que el destino de los españoles no solo no cambia, sino que se encrudece y nos sigue llevando a desdeñar o a quemar en la hoguera a los que atesoran versos y métricas mal pagadas.
A pesar de este lance han sido mucho más numerosos los que han compartido mis 40 palabras, solamente que los ladridos hacen más ruido que los abrazos, y en tiempos de pandemia muerden con más rabia.