"¿Qué están haciendo ahora todas esas personas que solo vivían para viajar?", decía el otro día un tuitero mordaz que me hizo sonreír con un touché cosido a la boca. Me sentí aludida, porque tenía razón. Cada vez somos más los buscadores de sensaciones que ahorramos todo el año, trabajamos 12 horas al día y nos levantamos cada mañana con esa ilusión como despertador. Nosotros, los que envidiábamos al ‘Fraggle viajero’, ese personaje que solo conocimos en nuestra infancia por las postales que enviaba a sus amigos desde rincones remotos, sentíamos que el Tío Matt era un héroe de otro planeta, y de hecho lo era. Aquellos niños que fuimos en los 80 aprendieron a golpe de televisor qué tipo de personas querían ser y a quién anhelaban parecerse. Yo soñaba con ser una trotamundos como Don Pimpón, una loca traviesa como Pippi Långstrump y una artista con una bola de cristal desde la que ver el futuro, como Alaska. Quería entrevistar a artistas famosos mientras cocinaba como Elena Santoja y descubrir la tierra con los conocimientos de Félix Rodríguez de la Fuente. Quería ser una exploradora, como los personajes de mis libros, pero para eso necesitaba hacerme mayor.

Les hablo de unos años en los que nuestras vacaciones se hacían en coche. Íbamos a algún camping o apartamento de la costa española, oteando cada año el norte, la costa levantina o las playas catalanas, y nos tirábamos 15 días o, incluso a veces, un mes entero sin quitarnos el bañador y con las eternas cangrejeras preparadas para inspeccionar parajes nuevos. Una vez fuimos en barco a una islita cerca de Valencia y no paré de silbar la canción de Chanquete, porque me acababa de enseñar mi hermano a hacerlo, para entonar acto seguido a grito pelado el «no nos moverán» de Verano Azul y llevarme una sutil colleja de mi padre. Sigo haciéndolo: cuando estoy feliz, canto.

Los aviones eran en esos días pájaros plateados cantados por el Último de la Fila que pasaban de cuando en cuanto por la estepa castellana. Lo cierto es que no me subí a lomos de uno hasta que fui mayor de edad en aquel verano en Inglaterra del que ya les he hablado y que no recuerdo con demasiado afecto. No obstante, fue ese choque cultural el que me enseñó a mirar el mundo con otros ojos. Allí descubrí que la tortilla de patata y el chorizo eran elementos exóticos y fragüé amistad con una pareja de hindúes que pensaron lo mismo mientras me enseñaban a preparar un buen curry.

Mi amiga Paloma, que era azafata y mayor que yo, me enviaba una postal cada 15 días desde distintos países, como a los personajes de Fraggle Rock, que yo colgaba en mi corchera jurando que algún día los visitaría. Con ellas tracé en los 90 un mapamundi entre aquellos destinos: Miami, Cancún, Bangkok, Egipto, Dubái, Marruecos, Túnez, Roma, Venecia, Florencia… Con la llegada de este nuevo siglo empecé a conocerlos en persona y tejí un telar de vivencias intangibles para seguir aprendiendo y volando al amparo de las melodías de Manolo García.

Sí, nosotros, los soñadores que capeamos tan bien las nubes, nos hemos quedado varados aquí, huérfanos y sin saber muy bien cómo se cosen las ilusiones a tan corto plazo. Esta distopía nos ha obligado a no pensar en lo que ocurrirá dentro de un mes, porque puede que nos confinen de nuevo, y a redescubrir nuestro país, ese que nos recorrimos en familia o con amigos hace tanto tiempo que casi lo habíamos olvidado.

En Ibiza hemos vuelto a nuestras playas, a nuestros restaurantes e incluso a nuestros hoteles (hoy les confieso que desayuno en uno de mis favoritos, donde se me han pegado las sábanas evocando otros mundos y otras aguas). Y en este particular ‘viaje al no viajar’ nos hemos dado cuenta de que podemos seguir creciendo aquí, buscando luciérnagas como cuando éramos pequeños, o reconociendo el placer de comernos un tomate recién cogido de la huerta.

A mí este 2020 me ha quitado muchos proyectos, presentaciones, viajes y abrazos. Me ha impedido volver a mi casa a ver a mis padres y a oler a mis sobrinos, con ese aroma a vida y a amor que todavía me emociona, pero me ha regalado una nueva compañera. Cala ha llegado sin buscarla, sin esperarla. RAE tiene ya 9 años y ha pasado estos meses tanto tiempo con nosotros que no queríamos que se sintiese nunca más sola, así que desde hace una semana tiene una hermanita pequeña, traviesa y juguetona que le muerde las orejas y que está fascinada con su cola.

Después de un agosto aterradoramente largo, demasiado cálido y en el que no tenía ilusiones con las que despertarme, he recordado que septiembre siempre trae buenos vinos, lluvias que lo limpian y lo calman todo y, ahora, a un nuevo miembro en nuestra extraña familia gracias a la cual estamos emprendiendo el mejor viaje.