Por allí resopla! ¿Quién? ¡La ballena blanca! ¿Se ha vuelto loco? ¡Casi, pues me están confitando! ¿Querrá decir confinando? ¡No, eso les ha tocado esta vez a mis vecinos, lo quiero decir es que tengo el cerebro confitado! ¿Ha leído usted demasiadas novelas y ha perdido el seso, como Don Quijote? ¡Ojalá, pero los bares cierran, no me dejan fumar y a partir de las diez solo veo la televisión!

En el maremágnum vírico nadie habla de salud mental, en franco declive ante una situación que todavía juzgamos como irreal. La estupidez política no conoce límites en sus discordantes declaraciones, pero cada vez más gente sospecha que, detrás de tanta estulticia, su perverso objetivo (¡Aló, presidente!) es confitar los cerebros de la ciudadanía. De ahí al rebaño zombie hay un paso.

Nuestro modo de vida está en peligro, la economía se va a pique y se diluye la coña fresca y marinera que hace más amable la vida. La mascarilla otorga un rictus de amargura y dosis venenosa de bilis reconcentrada, como esa película del joker que tanto gusta a los bolas tristes. Los derechos fundamentales se violan entre estados de alarma que van o vienen según la afluencia turística o cómo se interpreten las estadísticas del puto virus. Pero las estadísticas son como un bikini: muestran algo interesante pero esconden lo más importante. Y como a estas alturas ya sabemos que no existe un comité de expertos capaz de interpretarlas, pues estamos al capricho del marciano monclovita, algunos miles de asesores enchufados de ridículum hinchado o al impulso del sátrapa de la taifa de turno.
La situación es desesperada, pero nada seria.