Hace más de 500 años, exactamente 528, un puñado de hombres en tres cascarones de madera emprendieron la epopeya más grande que ha conocido la Humanidad y tras una travesía de treinta y tres días cruzaron el Mar de las Tinieblas, una extensión infinita de agua cuyo final creía la casi totalidad de la tripulación desembocaba en un abismo sin fondo, un océano desconocido poblado por seres mitológicos y monstruos marinos que hasta entonces nadie había navegado (por favor, apátridas, absteneros de nombrar a fenicios, vikingos o chinos con tal de desmerecer la gesta) y, sorteando tormentas y penalidades, acabaron por desembarcar en una Isla de las Bahamas que bautizaron con el nombre de San Salvador. Allí, borrada por la bienvenida de las olas, durante unos segundos quedó impresa sobre la fina arena de la orilla la primera huella de un pie europeo sobre suelo americano, símbolo que solo igualará en trascendencia la que dejase varios siglos más tarde Neil Armstrong en la superficie polvorienta de la luna. Los americanos, mostraron orgullosos al mundo la bandera ingrávida de las barras y estrellas sobre la negritud inquietante de un universo infinito, nosotros, en aquella luna española de palmeras, cangrejos y salitre, clavamos un estandarte con el Aguila de San Juan y las armas de Aragón y Castilla junto a una bandera blanca en la que destacaba una cruz verde con las iniciales de los Reyes Católicos.

Solo unos meses antes, España,tras casi ocho siglos de contienda concluye la Reconquista con la caída del Reino Nazarí de Granada, se restaña de sus heridas y, sin entregarse a lamentos ni darse un respiro, emprende el descubrimiento de un Nuevo Mundo y forja el primer Imperio global de la Historia.

La magnitud de aquella empresa de exploraciones, descubrimientos y conquistas viene jalonada por un sin fin de datos, proezas y nombres que, por asombrosos, se nos antojan como más viables de haber sido extraídos antes de las páginas de la mitología griega, con sus dioses y héroes semihumanos, que protagonizados por hombres nacidos de mujeres; El Dorado, las siete ciudades de Cíbola, las Amazonas, la Fuente de la Eterna Juventud, los caribes, la mítica Isla de Antilla, Tenochtitlan, el bestiario de Indias, el Mare Tenebrosum... Un mundo mágico, un mundo nuevo por explorar donde todo era posible e imaginable, un continente inmenso que resultó no ser la tierra anhelada de las especias, una prolongación de la misma España donde poder doblegar la fortuna y la gloria esquivas, comenzar una vida mejor partiendo de la nada o predicarle la palabra de Dios a los nativos siempre que el naufragio, las fiebres o un dardo untado con veneno no desbaratase tales ensoñaciones de un mordisco certero. No existe parangón en la historia de la humanidad que iguale tantas proezas y descubrimientos como contemplaron aquellos siglos, podrían escribirse libros y más libros sobre las gestas de nuestros antepasados en aquel continente aparecido de la nada y seguirían surgiendo nuevas proezas que a fuerza de sorprendentes nos parecerían increíbles, cuando no, directamente inventadas. Y es que en aquellas tierras tan infinitamente alejadas de España, devorados por la malaria y las fiebres, los insectos y las alimañas venenosas, la miseria y el hambre, de guerra florida y armas con filo quirúrgico de obsidiana, unos dioses barbudos llegados del otro lado del océano, descendieron ríos infinitos que parecían mares, atravesaron selvas inexpugnables de un horror inconcebible para cualquier europeo, delimitaron con migajas de sus espadas y huesos desiertos que se internaban en una nada de silencio y tormentas de arena, escalaron las cumbres de volcanes sagrados cubiertos de nieve para conseguir azufre, se convirtieron en chamanes e, incluso, en líderes guerreros que se alzaron en armas contra sus compatriotas y hermanos… Y allí, tan lejos del sol de la patria, abonaron la tierra con sus armaduras y despojos; unos, quedaron bajo las nieves perpetuas convertidos en guerreros inmortales de hielo, otros, olvidados por todos, sepultaron sus sueños en nichos de líquenes y barro con toscas cruces hechas de ramas y, muchos otros, ofrendaron sus corazones, aún palpitantes, a divinidades siniestras de piedra en altares tapizados de moscas que de tan altos parecían fundirse con el mismísimo cielo. Dos pueblos guerreros unieron intereses y armas para sellar una alianza contra caciques atroces, dos razas tan diferentes derramaron generosamente su sangre y la mezclaron en Tenochtitlán y Cuzco, logrando lo que era imposible de lograr, la caída de imperios poderosos para engendrar uno nuevo hecho de mestizaje destinado a hacerse el dueño de los mares y a dominar el mundo.. Así se hizo, plantando estandartes, erigiendo capillas, construyendo asentamientos, derrochando vidas y valor por ambas partes… con la cruz, la pluma y la espada se forjó una civilización diferente y un crisol de pueblos alumbró algo totalmente nuevo que devino en una extensión de España. Hace más de quinientos años dos mundos distintos se encontraron para crear una realidad mestiza que durante varios siglos fue configurando un imperio que deslumbró al mundo y repelió durante siglos el envite de las naciones más poderosas de la tierra. Y, desde que aquella huella primigenia de un pie europeo en una playa anunciase el encuentro de dos civilizaciones tan diametralmente opuestas y sus gentes acabasen por fundirse en un único pueblo, el 12 de octubre conjuga y rememora los valores del nacimiento de la Hispanidad bajo las premisas de la lengua, la fe y una misma cultura.

Quinientos años más tarde, un león dormido compuesto por una veintena de naciones hermanadas por las mismas raíces e idioma, aguarda abatido el momento de volver a levantarse para emitir un rugido de más de quinientos millones de gargantas reclamando el lugar prominente que le corresponde en la historia. Nada, no hay absolutamente nada de lo que debamos arrepentirnos.

Hay un momento extraño y superior en la especie humana: España desde 1500 a 1700. (Hippolyte Taine).