Un palo con ginebra en el momento preciso –todo es una cuestión de ritmo, especialmente cuando se trata de virtuosos vicios— otorga cierta serenidad en medio del esperpento político.

Algo muy necesario, pues hay alarma por todo el ruedo celtibérico. En la sociedad, que ve como sus derechos son recortados de manera peligrosa y tiene la mosca tras la oreja por si alguna vez se los devolverán (a veces es peor el remedio que la enfermedad). Entre los magistrados, que observan cómo unos ministros madurados a la venezolana pretenden cargarse la poquita independencia que todavía queda en el poder judicial ( «¡Montesquieu ha muerto!», llegó a gritar con acento revolucionario un Alfonso Guerra que, a la vista de cómo han involucionado en su partido, hoy semeja un prócer moderado). Entre muchos médicos y científicos, que no aguantan la incapacidad de ese tándem de gerentes pandémicos con pinta de iluminados curanderos, formado por un filósofo sofista y un aspirante a celebrity.

Pero dejadme regresar al nirvana alcohólico que ofrece un buen palo con ginebra, antiguo cocktail pitiuso cuya fórmula aprendí de Juanito de Ebusus y Bartolo del Coto de Portmany. Su mágica alquimia va más allá del espejismo que ilusiona al beduino del desierto. Lo sé porque mientras navego por el Vedrá escucho balar a una cabra que milagrosamente ha esquivado los tiros de los ecologistas del Govern, tan aficionados a los safaris caprinos con nocturnidad y alevosía para no alarmar a la opinión pública. ¡Toma nísperos de transparencia progre y sensibilidad animal!

La cabra bala mientras yo bebo. La tarde cayendo está y la mar se torna color de vino. Como diría el Dr.Chrichton: La vida siempre se abre camino.