El idioma es cultura. Es tradición y enlaza con la tierra que nos vio nacer y a la que más o menos nos sentimos unidos nos guste o no. Yo soy madrileño y más allá de algunos palabros cuyo significado solo sabían mis abuelos, no tuve la suerte que está teniendo mi hijo Aitor de crecer mientras aprende a decir las cosas en dos idiomas, el ibicenco de su madre y el castellano de su padre y su lala. Tal vez por ello, desde joven intenté aprender euskera escuchando Korrontzi, Huntza o el cantautor Imanol y memorizando palabras y frases que me siguen resultando complicadísimas. Me sigue encantando el gallego, porque cuando se lo escucho a mis amigos me parece ideal para enamorar a una dama. Lo mismo con el bable asturiano del que siempre fui un firme defensor de su recuperación por más que me pillara lejos de Madrid o de ciertos términos cántabros, aragoneses y si me apuran, andaluces, donde se miden las cosas por miajas o miajitas.

Pero todo en igualdad de condiciones. Mi yaya Antonia, natural de Ibiza pero residente en Cervera y con quien aprendí siendo enano a cantar la canción Baixant la font del gat mientras cogíamos cargols me enseñó a amar el catalán mientras me contaba que con Franco le prohibían hablarlo. Me impresionó esa historia. Igual que la de los caseríos donde el euskera también estaba prohibido. Ahora todo ha cambiado y los idiomas de las distintas comunidades están asentados y conviven con el castellano. En su colegio Aitor aprende a decir azul y blau o caracol y cargol, y nos demuestra que hemos evolucionado. Ya no somos los que prohibían sino los que permiten, respetan y conviven. Por favor, no demos pasos atrás en la educación eliminando el castellano como lengua vehicular. Aprendamos de nuestros errores. Respetemos, eduquemos y sobre todo, seamos iguales. Háganlo por Aitor y por los muchos que vendrán detrás.