Su mano, esa que hoy tiembla, es la misma que te cogió fuerte cientos de veces para que no cruzases la carretera corriendo, la que rebuscaba monedas en su bolso para dártelas a escondidas y la que dio vida a los bizcochos y a las croquetas más deliciosos que has probado. Su voz, esa que hoy se apaga, protagonizó las nanas más dulces, las llamadas más tiernas y los apodos más cariñosos que nadie te ha dedicado. Sus ojos, esos que hoy se cierran, te miraron durante años con tanto amor, admirando cada gesto, cada pequeño logro y cada zancada que construyeron a la persona que te habita: feliz y confiada. Su cuerpo, ese que ahora se despide desde la cama de un hospital, te abrazó durante décadas haciéndote sentir que su carcasa, hoy enjuta y demasiado pequeña, era el lugar más seguro del universo.

Miras el teléfono con miedo mientras te muerdes una uña. Nada, ningún mensaje. Respiras. Sientes que te ahogas. Mientras no recibas un mensaje que te diga lo contrario puedes estar tranquila, porque eso significa que ella sigue luchando contra este puñetero bicho que no solamente existe, es real y ha cercenado ya 36.500 vidas en España, sino que ha entrado en tu familia de lleno, sin pedir permiso y golpeándoos con fuerza. Hace casi un año que no la ves, desde la Navidad del año pasado, y parece que ha pasado un siglo. Te acuerdas de cómo se reía de ti por pelar cada uva y quitarles las pepitas y lo contenta que se puso con la segunda copa de sidra, y se te nubla la vista. Te rompes solo de pensar que pueda ocurrirle algo en esa residencia donde está tan sola, tan perdida y tan recluida. La ingresaron tus tíos en febrero porque ya no podía valerse por sí sola, convenciéndoos de que estaría mejor, más atendida y segura. Ahora te aterra imaginar que esas paredes son su tumba y que acogen un adiós atropellado, lleno de dolor y sin despedidas. Te enfadas sin remedio y trazas un dibujo oscuro, sin acabar de entender por qué no se vino a vivir a esta casa, pequeña pero llena de vida.

Intentas eliminar esos pensamientos, pero no puedes. Comienzas a plantearte cómo se habrá contagiado, quién habrá sido la persona que ha permitido que este virus entrase en su vida rompiendo las vuestras. ¿Se habrían quitado la mascarilla al atenderla? ¿Tal vez fue limpiando su habitación, sacándola al jardín, bañándola o dándole de comer? Buscas un culpable al que poner cara y con quien descargar tu rabia. Pero, ¿y si tú has hecho lo mismo a otra familia? Puede que ese día que asististe a aquella fiesta clandestina con más de cien personas te contagiases sin saberlo y que al día siguiente, cuando fuiste a la playa con esa amiga que es enfermera, extendieses la enfermedad sin pretenderlo. ¿Y si ella a su vez, en su turno de descanso, al tomarse un café con sus compañeros tosió y lo propagó? ¿Te imaginas que el mismo médico que auscultaba a otra abuela hubiese llevado por tu culpa la enfermedad hasta su pecho?

Sacudes la cabeza mientras recreas todas las veces en las que has obviado las normas de seguridad por inconsciencia, por egoísmo o por simple estupidez, y no puedes evitar llevarte las manos a la cara. Las manos, esas manos que cada día se parecen más a aquellas otras que temes no volver a acariciar. Lloras y te sientes culpable, pequeña de nuevo, con ganas de correr, de cruzar carreteras chillando que no es justo, porque ella se merecía otras Navidades, más cumpleaños o al menos una despedida en su casa, rodeada de los suyos, riéndose de todo y haciendo bromas sobre los amigos que la esperarían en el cielo para seguir tejiendo sueños. Piensas en su entierro, donde no podrán ir todas las personas a las que hizo feliz, a las que quiso y que la quisieron.

«¡Qué triste morirse este año! Es lo último que te dijo, mientras te echaba la bronca recordándote que ella estaba protegida en su residencia y que eras tú quien no le daba la importancia que merecía a la “coviz” esta de las narices». «¡Que a los jóvenes también os toca!», te amonestó, «aunque sea en las despedidas». «Cuídate mucho y me estarás cuidando a mí, porque otras nietas sabrán que tú estás protegiendo a sus abuelas», te silabeó. Pase lo que pase, decides rendirle el homenaje que se merece y te prometes no volver a saltarte ni una sola regla de seguridad, para que cuando te vea desde arriba pueda seguir sintiéndose orgullosa de ti.

Suena el teléfono.