Les voy a confesar que las agujas me aterran. No duermo si sé que a las 8:00 me someteré a un análisis de sangre rutinario y aparto la vista de la televisión cuando veo una jeringuilla amenazando con penetrar sin piedad la piel de alguna pobre víctima. Apenas tomo azúcar, porque ya lo tengo alto de serie, y me produce pavor pensar en que un día me veré obligada a medirlo con esas demoníacas maquinitas que te pinchan un dedo para dirimir tu nivel de glucosa. De hecho, solo imaginarme teniendo que inyectarme insulina cada día como lo hace mi pobre padre me pone la piel de gallina y me eleva el ritmo cardiaco. ¡Los Monsalve no tenemos la mejor genética del mundo, qué le vamos a hacer! pero intento esquivar mi sino como puedo.

Soy de esas personas que piden a las enfermeras que les permitan tumbarse en la camilla, por si se desmayan de forma indecorosa, y que miran hacia otro lado mientras les aprietan con una goma el brazo. En todas las ocasiones en las que he socorrido a alguien en un momento de crisis he terminado minutos después boqueando en el suelo, con la heroica sensación, eso sí, de haber ayudado a Cris aquel día en el que saltó el burladero perseguida por una vaquilla en las Fiestas de Aranda, a David cuando se cercenó un dedo cortando un jamón de madrugada, a aquel hombre que se desplomó en el suelo en un hotel de Madrid y se abrió la cabeza o a aquella mujer que tuvo un ataque de epilepsia en el pasillo del mismo hospital en el que estaban operando a mi madre. He tenido en mi vida momentos de lucidez y ciertos reflejos, pero desde esta atalaya les confieso que me ha costado sobreponerme a los chorretones de sangre que vi en todos los casos. Ya lo ven, el único talento sanitario que tengo es mi mala letra, indescifrable y que se autodestruye a las 24 horas, tiempo tras el que mi memoria no es capaz de recordar qué quise decir en algún momento.

Por eso, la COVID-19 me ha hecho una puñeta doble al obligarme a someterme a los test de antígenos que, traducidos a mi idioma de cobarde, son el paredón de quienes tememos las agujas.

Pero en este artículo quería hablar de otras inyecciones que, en vez de extraer sangre, se presume que nos inocularán vida: las vacunas. Se presentan como la panacea, el maná que nos salvará del desatino de esta crisis sanitaria y económica mundial que nos ha encerrado en casa y atrancado los negocios. Todavía no sabemos sus efectos, ni hay informes técnicos avalados que ratifiquen su eficacia e inocuidad, tan solo sabemos lo que nos cuentan las notas de prensa emitidas por los gabinetes de distintas farmacéuticas. Aun así, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, nos ha acariciado con su risa maliciosa asegurando que un gran comité de expertos está analizando la estrategia de vacunación contra el coronavirus que nos permitirá estar protegidos “con todas las garantías a lo largo del primer semestre de 2021”.

Seguramente, ese ágora de sabios estará formada, simplemente, por los mismos tres funcionarios que orquestaron las «estrategias» adoptadas durante la primera ola, se fueron de vacaciones tan felices en verano y siguen surfeando durante esta segunda parte.

La parábola de ‘Pedro y el lobo’ le va que ni pintada a un presidente al que cuesta creerse cuando la maldita hemeroteca, que en ningún caso se refiere a fake news, nos lo muestra engolando su voz de vendedor de remedios en televisiones en las que ayer aseguraba que nunca pactaría con tal o con cuál y que jamás pondría en riesgo la unidad del país, para al final terminar demostrando que donde dijo «digo» quería decir «Diego».

Por ahora todo son cantos de sirena, pero según nuestro ‘vaquero’ vamos a ser el primer rebaño de la Unión Europea en ser vacunado. Yo les juro que me lo quiero creer e, incluso, que no podré pegas a que alguien con bata blanca sea lo último que vea mientras me inocula algún milagro que me permita volver a casa por Navidad, esta o la que viene, abrazar a la gente que quiero y bailar y a cantar en un concierto eso de «resucité al tercer día en el psiquiátrico, absurdo invento». No obstante, y aunque ya saben que soy una optimista de manual, prefiero seguir a la cola en la aplicación de medidas eficientes, como hemos hecho hasta ahora, y asegurarme al menos de que esta pócima que nos van a meter es realmente mágica y nos saca de este mal sueño.