Todas las artes tienden a la música y el estado de ánimo es un ritmo. Nosotros mismos somos criaturas musicales danzando el milagro diario y el tono vital va acorde con lo que escuchamos. Así que en medio del maremágnum vírico y los trompetazos del terror, peregriné con esperanza al Palacio de Congresos de Santa Eulalia, donde se celebraba noble concierto a beneficio de la APNEEF y Alba Pau nos observaba con ojos despiertos. (Estoy seguro que pronto descubrió mi petaca –la vodka está hecha de la materia que hila los sueños, apostó el jugador Dostoievski— pero Alba es tolerante con mis virtuosos vicios y esta es una isla orgullosa de su pasado corsario y contrabandista).

El Trío Elysium y el pianista Alfredo Oyagüez desplegaron la magia y galopé orgiásticamente un paseo romántico en Sora. ¡Qué brava y generosa es el alma del artista! ¿Escapismo? Tal vez. Pero también supone una invitación a atreverse a vivir mejor y ensayar el sueño fraternal, pues el arte y la cultura hermanan y son una antorcha para los momentos obscuros.

Sentí el duende de la fascinación cuando tocaron esa amalgama sincrética de Franz Waxman: las Auld Lang Syne Variations; la alegría áurea de Mozart, el embrujo de Turina. Y redescubrí a mi amigo Rafael Cavestany en su Álbum para Estudiantes, unas piezas que Oyagüez gozaba al piano y parecían transformar el campo de estudios en un jardín de recreo para los que se atreven a ser jóvenes toda la vida, desde la cándida adolescencia a las canas corsarias, en las variadas singladuras a rumbo del capricho y juegos de avatar.

¡Bravo!