Todos los días hablo dos o tres veces por teléfono con mi madre. Yo estoy en Ibiza y ella en Madrid pero eso no es problema para que estemos más unidos que nunca y podamos charlar de todo durante minutos y minutos. Me llevo genial con ella porque es mi madre y amiga y porque para mí es un gran referente. Por ello ayer me sorprendió cuando me dijo que el miércoles por la noche había visto un programa de televisión que le había hecho replantearse muchas cosas. Afrontaba el mundo de la inmigración y el racismo que en ocasiones hay hacia magrebíes, africanos o gitanos. Entre otras muchas cosas me dijo que ella era «una boca chancla» y que en ocasiones hablaba de temas «sin excesivo conocimiento de causa». Algo que por supuesto no es verdad porque es una persona formada, leída, con una gran trayectoria profesional a sus espaldas y, sobre todo, lo suficientemente inteligente para decidir sobre lo que cree bueno o malo por más que en ocasiones se la bombardee con mensajes que intentan fomentar la división, la controversia o el odio entre unos y otros. También me dijo que ella, como cristiana que es, no puede creer que se deje de lado a gente que viene buscando un mundo mejor pero que al mismo tiempo no acaba de entender ciertas decisiones que se toman desde algunos partidos políticos, gobiernos u ongs. Como siempre la escuché atentamente. Digerí cada una de sus palabras con deleite para intentar ser un poco mejor cada día gracias a su ejemplo, pero me dio que pensar. Si alguien como mi madre tan inteligente y que ya ha vivido tanto piensa esas cosas, es tal vez porque como sociedad no lo estamos haciendo bien. Por eso, ayer, más que nunca, me convencí a mí mismo que hay que seguir luchando, aportando nuestro granito de arena, para que este mundo sea un poco mejor. Y sobre todo, para que mi madre no tenga tantas dudas.