En el quiosco de ‘La Mari’ viví mil historias y pasé tantas horas que no podría sumarlas. Descubrí sueños vestidos de azúcar y gasté durante años una propina que fue creciendo en pesetas a medida que yo sumaba centímetros. En aquellos escasos cinco metros cuadrados compré cientos de chucherías en las que me centraba durante la misa obligatoria de las once cada domingo, aunque después tardara más de quince minutos en escogerlas.

Como Emy en ‘Mujercitas’, adoraba aquel ritual de selección y me recreaba mientras silabeaba los nombres imposibles de aquellas delicias: masquis, fresquitos, chupa-chups de Kojak, judías, supositorios, palotes, Sugus o fresas de pica-pica que delicadamente se colaban en aquellas bolsitas alargadas que nunca llegaban a casa. También estaban los Triskys, los Risketos, los gusanitos o los paquetes de cigarritos de chocolate con los que imitábamos a nuestros padres entre falsas caladas y que nos comíamos con el papel incluido. En verano, los flashes, aquellas simples barritas de hielo, eran los protagonistas absolutos y cuando tenía la suerte de pillar a mis padres de buenas caía algún bollo jugoso, cuentos y cómics que convertían ese día, fuese el que fuese, en el más importante de la semana.

Eran tiempos en los que mi mundo se reducía al colegio y a la manzana de mi casa, en los que no me permitían cruzar la carretera sola y donde debía ir siempre de la mano de mi hermana, aunque para ella fuese un tormento cargar conmigo. Estaba segura de que si cantaba por la calle en algún momento sonaría alguna música y creía firmemente en la presencia de gnomos y de otros seres diminutos. En los 80 los niños éramos libres, teníamos solo algunos juegos de mesa y, con suerte, una Barbie destartalada, pero nos divertíamos lanzándonos globos de agua que llenábamos en las fuentes del barrio hasta calarnos los huesos y merendábamos en la calle bocadillos de embutido que nos intercambiábamos.

A mí no me dejaban bajar demasiado porque, como dice mi madre, me marchaba con todo el mundo y era capaz de irme de bares con el vecino de arriba para imitar a Marisol sobre las mesas o de desaparecer durante horas para descubrir los sabores exóticos de las frutas traídas de Cuba de una familia que conocí mientras jugaba en los columpios. Por eso el quiosco se convirtió en mi casa y en un refugio donde leer revistas, ojear periódicos fingiendo que los entendía y compartir confidencias con los hijos de ‘La Mari’, mientras colaba alguna gominola con poco disimulo en mis bolsillos. Nuestra relación era tan familiar que me inventé que eran mis primos, porque los míos estaban repartidos en otras capitales y los veía poco. Con ellos descubrí que había señores que discutían por lo que decía la prensa y que el pan debía estar siempre tras el mostrador para evitar que lo apretasen para analizar su nivel de tueste. Después comencé a ayudar y a despachar con más o menos gracia colecciones de fascículos imposibles, cromos de fútbol e, incluso, a hacer quinielas, al principio con sellos y después con una gran máquina que tardé lo mío en dominar.

El quiosco de ‘La Mari’ fue un universo en el que después, ya en la adolescencia, leí mis primeros reportajes de investigación a lomos de revistas para mayores, cuando mi madre comenzó a trabajar allí, más por amistad y costumbre que por necesidad. Los sábados bajaba a echarle una mano a cambio de quinientas pesetas, que engrosaban mi paga semanal y que invertía en libros o perfumes.

De aquel quiosco en Aranda, parte de mi ADN y de mi historia, salieron mis primeros soldados paracaidistas, colecciones que todavía conservo como las de El Libro Gordo de Petete, Érase una Vez la Vida, Érase una Vez el Cuerpo Humano o Cuentos de Disney. Allí recogía cada semana la Muy Interesante y el Diario de Burgos cada mediodía para ganarme un colín de pan y una sonrisa. Tengo en la nariz el olor de aquel calefactor tan necesario en los fríos inviernos y el sabor de unos regalices que nunca más me sabrán igual, porque los colores de nuestra infancia son en este año sombrío más brillantes que nunca. Allí, entre verdes y rojos, fue donde decidí que quería ser periodista para que mis letras cobrasen vida y fuesen la lectura dominical de personas anónimas con las que compartir secretos. Así que hoy, si les parece, vamos a ponernos cara y a permitirnos algún capricho, en homenaje a aquellos niños que fuimos y que sabían ver la magia en el canto de una simple moneda de cinco duros.