No escucharé a mis sobrinos gritar de emoción ante los cascabeles que preceden a la llegada de Papá Noel en la puerta de su casa, ni brindaré con mi madre al amparo de varios vinitos por el barrio antes de cada cena.

No terminaré cerrando karaokes y bares con mis amigas de toda la vida, mientras perdemos la voz entre abrazos e historias pasadas, ni me reiré hasta atragantarme con las uvas gracias a las ocurrencias de mi hermano. No envolveré a escondidas regalos en mi habitación de la infancia, enfundada en un pijama de cuadros imposibles, mientras mi padre me guiña un ojo para avisarme de que la cena está lista, ni me perderé en la letanía del Duero bajando despacio y sereno por el Puente de Aranda.

No recorreré el mercadillo con Zara para encontrar gangas sorprendentes, ni bailaré con ella para sacudirme el frío en esos conciertos flamencos que se empeña en organizar en un pueblo de Burgos, ni les contaré historias fantásticas a los hijos de Marta, de Patri, de Chus y de Leo mientras me miran con los ojos muy abiertos. No me deleitaré con unos torreznos en cualquier bar del pueblo, ni me encontraré con compañeros del colegio a los que saludaré como si no hiciese una década que no los veo. Estos días no sonreiré a antiguos amores ni reproduciré olores del pasado mientras atravieso la Calle Isilla, que siempre me olerá a morcillas, picadillo y libros prestados.

Tampoco recorreré de la mano de mi chico el Barrio Húmedo de León maravillada ante un desfile de tapas gratuitas al amparo de un buen vino, ni haré rabiar a mi cuñada llenándole la casa de brillantina y de confeti tras romperle las tripas a la piñata más hortera pueda concebirse. No iré al cine por tandas para ver películas infantiles en varias provincias en las que alimentar el amor de las familias que viven lejos a base de chuches y de cuentos. No veré las luces de Madrid, ni me perderé por la Latina en noches gélidas con el corazón contento, ni escucharé un musical que me temple el alma y apague este desconcierto con las sonrisas de Marta y de Merche como compañeras de juegos.

Estas fechas me quedaré aquí, en Ibiza, en mi casa, la que he elegido, porque todos ellos son tan importantes que prefiero perderme sus abrazos durante este larguísimo año antes que tener que evocarlos solo como recuerdos. Hace 365 días que no les veo, 12 meses que no vuelo y 8.760 horas que los añoro.

Estos días he decorado mis cuatro paredes con cientos de luces led, con adornos dorados, velas, flores y otros atrezos que he creído necesarios para llenar cada espacio y que no parezca tan vacío. Mi madre se ha negado a hacerlo porque dice que si no puede celebrar la Navidad se la va a saltar, como ya hizo con su 70 cumpleaños, y no sé cómo decirle que a mí el marisco también me sabe peor sin sus carcajadas de fondo, pero que debemos respetar las tradiciones que ellos mismos nos han inculcado. Yo tampoco sé cómo nos sabrán las uvas sin besos al otro lado, pero vamos a probar a llamarnos por teléfono y a imaginarlos redondos y gruesos.

Si es preciso estos días nos vestiremos de Reyes Magos y aprenderemos a hacer magia de otra manera, mutando a renos o armando un belén para que la tristeza sea un cuento vetusto y pase de largo. Porque las cosas tienen el valor que queramos darles y si les ponemos un poco de azúcar saben más dulces y porque, a pesar de todo, y sin embargo, es Navidad y lo importante es que no nos olvidemos de la esencia de todo esto: el amor, la esperanza y la promesa de un futuro mejor en el que volveremos a estar juntos.