El lago helado desprendía reflejos diamantinos cuando me lancé a un simulacro de patinaje artístico. Al cabo de unos fabulosos y eternos instantes de éxtasis (fuera de la dimensión del tiempo), volé por los aires en grotesca pirueta y besé la dura superficie que reflejaba mi imagen a modo de Narciso con perfume de schnapps.

Siempre resulta un alivio sobrevivir a un trompazo con la sola consecuencia de unos rasguños en el orgullo deportivo. Pero el lance mereció la pena, pues capté un destello de admiración en mi rítmica acompañante, una bailarina clásica que previamente se había burlado de mis pasos patosos; y además, a través de mi borroso y presumido reflejo, pude ver unos destellos dorados en el fondo del lago. La leyenda cuenta que una hermosa condesa salió huyendo de su marido en un carruaje lleno oro y se hundió en el mismo lago que me sostiene. Cosas de la frívola y encantadora Austria donde me encuentro.

La frivolidad y el encanto de la tierra del vals no se han perdido, pero las medidas contra la pandemia son duras para los espíritus alegres que pretenden vivir jugando. Los aeropuertos semejan trincheras de guerra y uno parece un cobaya al mostrar tanto análisis sanitario. Pero estamos en tiempos de solsticio y la Navidad nos trae regalos. Igual que ese partido de fútbol que jugaron los soldados enemigos en la Gran Guerra, cuando el recuerdo del nacimiento de Jesús les hizo olvidar las órdenes de matar.

La esperanza se renueva porque procede de la fuente infinita del corazón. ¡Os deseo valor y alegría en estos tiempos trágicos en que el control totalitario avanza a ritmo de guerra vírica!

Feliz Navidad.