Con el fin de dar cumplimiento a lo que prescribía la Ley de Moisés, la Sagrada Familia sube a Jerusalén. Los dos preceptos consistían en la purificación de la madre, y la presentación del primogénito.

La Santísima Virgen, siempre virgen, de hecho no estaba comprendida en estos preceptos de la Ley, porque ni había concebido por obra de varón, no Cristo al nacer rompió la integridad virginal de su Madre. Sin embargo, Santa María quiso someterse a la Ley, aunque no estaba obligada.

Jesús nos dio un maravilloso ejemplo sometiéndose a la ley biológica, a la ley religiosa y a la ley civil.

La Ley mandaba también que los israelitas ofrecieran para los sacrificios una res menor, por ejemplo, o si eran pobres un par de tórtolas o dos pichones. El Señor que siendo rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza, quiso que se ofreciera por El la ofrenda de los pobres. A mí me admira y emociona la escena de Simeón. Este hombre, calificado de hombre justo y temeroso de Dios, atento a la voluntad divina, se dirige al templo en el momento en que la Sda. Familia entraba para cumplir lo mandado. Simeón había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Simeón al tener en sus brazos al Niño, conoce no por razón humana sino por gracia especial de Dios, que es Niño es el Mesías prometido, la liberación de Israel, la Luz de los pueblos. Podemos comprender el gozo inmenso de Simeón al considerar que muchos profetas y reyes de Israel anhelaron ver a al Mesías y no lo vieron y él, en cambio, lo tiene en sus brazos. Después de bendecirlos, Simeón, movido por el Espíritu Santo, profetiza de nuevo sobre el futuro del Niño y de su Madre.