Recuerdo perfectamente cuando allá por marzo del 2001 contemplé atónito cómo los talibanes, entre gritos de júbilo y disparos festivos al aire de sus K-47, destruían con explosivos los Budas gigantes del valle de Bamiyan en Afganistán y la enorme desazón que me produjo el fanatismo de aquellos salvajes. Como si hubiesen transcurrido apenas cinco minutos, puedo rememorar aquellas escenas colmadas de ignorancia y fuerza bruta y la pregunta, muy dolorosa moralmente, que no pude evitar plantearme ante aquel atentado contra el patrimonio artístico mundial: ¿cómo es posible llegar a esos niveles de bestialidad y fanatismo, cómo puede un ser humano considerar que un elemeno histórico lejos de convertirse en un reflejo de la realidad política, cultural y social de la época en que fue realizado, se transforma en un objetivo a destruir, en un posible peligro estético, y decide borrar lo que es imborrable de las páginas de la Historia? Recuerdo, así mismo, las escenas sangrantes de aquellos brutos barbudos con turbante y vestimentas negras del Estado Islámico, mazo en mano, arremetiendo contra las estatuas bellísimas del Museo de Mosul, os lo aseguro, todavía tengo grabado en mi mente la risa despreciable de aquellos simios y sus rostros llenos de una ira ciega golpeando la piedra con la misma ira con la que Vulcano lo hacía sobre su fragua… ¿Y sabéis lo más sorprendente de todo, lo más sangrante de aquellos sucesos irracionales tan lejanos en el tiempo, incluso difíciles de creer…? Pues que me alegré profundamente de pertenecer a una cultura tan diametralmente distinta, sí, sentí una extraña sensación de alivio a sopesar la enorme distancia física que nos separaba de aquellos conflictos en Oriente Medio y Asia y lo más doloroso de todo, me afirmé a mí mismo, con cierta complacencia: «Esto jamás podría llegar a pasar en España». ¡Me equivocaba, y mucho! En el libro, 1984, de Orwell, la destrucción y modificación permanente de la historia es una de las máxima prioridades del Ministerio de la Verdad (¿O suena de algo?). La historia se reescribe o borra a gusto de los tiranos que gobiernan y que a la postre dictan lo que es verdad y lo que es correcto que piensen sus siervos. (¿Y, esto, os suena de algo?). Bien, pues vamos al grano. Carmen Flores, es comunista, cosa que a tenor de los millones de muertos con los que ha sembrado el orbe dicha ideología, ya es un aviso de que la susodicha, además de oler a naftalina, garita y gulag, alambrada de espino y cartilla de racionamiento, es un anacronismo moral. Carmen Flores, además, es alcaldesa de un pueblo de Córdoba, Aguilar de la Frontera. Desconozco la situación de deuda del Consistorio y si van sobrados en cuanto a prestaciones municipales y son la envidia de los pueblos vecinos, lo que sí sé con seguridad, es que en algún minuto abyecto, en ese despacho donde pende su nombre traducido al árabe (¿para cuándo Carmen nos lucirás el hijab que tan inadvertido les pasa a nuestras feministas?), en su cerebro embotado de proclamas anticlericales del 36 y, posiblemente, espoleada por su analfabetismo dogmático, llegó a la conclusión que lo que el pueblo necesitaba era que quitase la cruz situada a la entrada de la Iglesia de las Descalzas. Puedo imaginar en su cara apergaminada y ojos copiosamente pintarrajeados tal que si fuese la reencarnación de un mapache, dibujarse una mueca de satisfacción y decirse a sí misma (ella, la misma que seguramente agacha la cabeza con sumisión ante cualquier autoridad islámica y jamás osaría tocar ni el más insignificante de sus símbolos religiosos): “soy una revolucionaria, soy lo más en transgresión y ya verás la envidia del Politburó, ahora sabrán quién manda aquí cuando arranque esa cruz y la arroje al vertedero…”. ¡Menuda es Carmen la comunista! Carmen, la dictadora de cortijo, Carmen, la que amenaza con buscar al que filtró el nombre del operario que iba a derribar la cruz para darle su merecido (¡Hay Carmencita, si te dejasen montar una checa, aunque solo fuese una pequeñita!), Carmen, otra reliquia prehistórica del odio que desembocó en una guerra entre hermanos, Carmen, en definitiva, la abuela sustraída de un viaje del Inserso que nos sonríe, sobre un siniestro fondo rojo con la hoz y el martillo, disimulando sus ensoñaciones de llegar a sargento cuartelero de algún campo de concentración para fachas en cuanto asalten los cuarteles de invierno, tomen el poder y los monten.¡Carmen Flores, la talibana cordobesa!

La cruz en cuestión tenía exactamente 83 años y se inauguró en mil novecientos treinta y ocho para recordar por medio de una placa en su base los nombres de los 43 vecinos fallecidos tras un bombardeo de la aviación republicana (en la contienda, sobraron Guernicas en ambos bandos aunque solo se hable de uno). Pues bien, en los años ochenta se decidió a propuesta de un concejal socialista retirar dicha placa y sustituirla por una nueva que recordase a todos los caídos de la Guerra Civil, propuesta aprobada por mayoría absoluta y, sorpresa, entre los votos se encontraba el de la doña que nos ocupa como concejal del Partido Comunista. Parece ser que los cuarenta años transcurridos desde entonces le ha desvelado arcanos que los demás mortales desconocemos, parece ser que amamantado por su afán de reescribir la historia y la ceguera que le produce su burbujeante odio o anticlericalismo, la cruz, un símbolo con nada menos que más de dos mil años, se ha metamorfoseado en iconografía franquista. De nada ha servido que hasta los apesebrados de la Memoria Histórica desvinculasen dicha cruz del franquismo… ¡Al vertedero, la foto ideal para abofetear la mejilla que siempre ofrecen los creyentes, acrecentar la concordia entre españoles y demostrar quién manda en el pueblo! Otra afrenta más, otra provocación gratuita, otro logro de los gorilas que pululan por España con ropas y modos occidentales, pese a que sus almas y cerebros estén cubiertos por vestimentas negras, cinchas militares, barbas pobladas y mazos con los que derribar todo aquello que no encaje en su visión totalitaria del mundo. Ya sabéis: “la historia no es la que es, la historia es lo que decidimos y queremos nosotros”. Pues eso, se traga una vez más saliva, se aprietan los puños y aquí no pasa nada... VOX, ya lo ha dicho de forma contundente: “Levantaremos todo lo que derriben” y es que nosotros no somos demasiado dados a poner la otra mejilla ni a dejar que nos intimiden los caciques del pueblo. Ahora, solo queda esperar que de la destrucción palurda de los símbolos pétreos, no le de a la señora por dar el salto a la fase de los monos naranja y los degollamientos.