Yo ya he vivido otros inviernos helados y cuajados de días oscuros, en una ciudad fantasma donde, a pesar de todo, siempre había un refugio al que volver y un destino al que llegar. Febreros en los que sabíamos que a pesar del frío podríamos guarecernos en una cafetería con olor a tortilla de patatas, perdernos entre los pasillos de una tienda de chucherías lejana o pasar horas con las amigas jugando al Trivial entre cortezas y refrescos.

Yo ya he vivido otros inviernos helados, con nieve y sin ella, en los que tenía decenas de razones para querer salir de casa y también para regresar: una habitación repleta de juguetes, la mayoría heredados o inventados, donde la creatividad y las ilusiones podían tocarse, y un hogar donde el aroma a bizcochos y a complicidad lo impregnaba todo hasta llenarme por dentro.

Yo ya he vivido otros inviernos helados, pero los calmaba rasgando con mi hermana una guitarra o maltratando un pequeño teclado, mientras nos grabábamos cantando canciones en un inglés inventado. Tardes eternas haciendo trampas con las cartas ante las carcajadas de mi hermano y donde la familia era el vínculo más importante y sagrado. Con ellos y una bufanda de dos vueltas, un pasamontañas remendado, unas manoplas y un buen abrigo era capaz de subirme a los árboles para coger hojas de morera con las que alimentar a unos extraños gusanos, rastrear los montes de mi pueblo en busca de níscalos coloreados o buscar flores extrañas para secarlas y escribir con sus historias el más loco de los cuentos. Los tres éramos infinitamente distintos y juntos absolutamente invencibles, aunque entonces no supiésemos verlo.

Yo ya he vivido otros inviernos helados, en los que para llegar al colegio teníamos que sortear montañas blancas y en los que, algunas veces, nos quedamos incomunicados, pero en los que cada noche me arropaban unas sábanas calientes, un beso en la frente y un cuento edulcorado.

Yo ya he vivido otros inviernos helados, pero siempre tenía abrazos para calentarlos.

Yo he dormido inviernos enteros en el sofá de una habitación de hospital, llorando en las duchas para no dejar rastro, y hay un año de mi vida del que apenas guardo recuerdos para ser capaz de continuar sonriendo. Pero, incluso entonces, en los peores momentos, pude refugiarme en el perfume de otro cuerpo para sollozar a su lado. ¡Qué desesperanza la de quienes pierden en estos meses congelados a los suyos y no pueden ampararse en el consuelo de los que tienen al lado!

Yo ya he vivido otros inviernos helados, pero ninguno ha estado tan vacío como este, ni ha sonado tan hueco.

En este año que hemos perdido, y en este nuevo que estamos por perder, lo que más echamos de menos es la posibilidad de aplacar este frío y este miedo cosido a cada hueso, a cada gramo de nuestra piel y hasta a las tripas, con el calor de otros brazos.

Si hoy me preguntasen qué es lo que más añoro o qué es lo primero que haré cuando esta pandemia pase, tengo claro que será abrazar, tender mi cuerpo hasta la inconsciencia y dejarme vencer por la ternura, encaramada al pecho de mis padres, de mis hermanos y de toda mi tribu, sin importarme el tiempo. Serán abrazos largos, sinceros, sentidos y perfumados. Algunos nos humedecerán los ojos y nos hidratarán el corazón y todos ellos durarán más de 14 segundos, en los que nos fundiremos en uno solo, porque el amor es la única medicina capaz de curarnos todo: la incertidumbre, la soledad, la tibieza y los malos momentos.