Hay fechas que suenan a canción: ‘20 de abril’ y un saludo con aires castellanos, 9 de noviembre y un ‘Ramito de violetas’ o ‘7 de septiembre’ y un aniversario sin besos en los labios.

Hay desastres que no se olvidan y que se cuelan como un escalofrío cada 11S y cada 11M, con el recuerdo latente de bombas explotando en los trenes o de aviones desmoronando rascacielos y, ahora, también recordaremos cada 15 de marzo, con la huella del confinamiento asomando en nuestras agendas y los cadáveres todavía calientes de una pandemia que huele a cerrado. Su aroma es sucio y lo impregna todo. Destila una extraña pestilencia a humedad y a muerte que no conseguimos espantar ni con la nariz y con la boca cubiertas. Y aun así, aunque los desastres ni son canciones ni merecen serlo, los conmemoramos. Nosotros, los periodistas, nos encargamos de hacerlo. En nuestra búsqueda barata de noticias con las que llenar demasiados espacios con pocas manos, nos vemos abocados a claudicar ante el share sin pensar demasiado en el dolor que provoca tan solo evocarlos.

En los próximos días veremos cómo se suceden los reportajes, los especiales y los programas retrospectivos de este año tan oscuro en el que se nos han apagado los sueños, las libertades, los proyectos, las ambiciones, los viajes y hasta los abrazos. El año más largo para muchos y del que tenemos pocas cosas bonitas que guardar.

En mi caso, que soy mercenaria de las palabras, les confieso que escribirles desde esta atalaya por el módico precio de ser leída ha sido una tabla de salvación. Ustedes se han convertido en mi particular diario, en mi forma de espantar a los monstruos cada mañana durante esos cien días de encierro y cada domingo compartido desde entonces. A su lado di forma a un sueño que se transformó en libro y que ahora, en este triste aniversario, en el que tampoco hay besos ni labios, se reedita con una segunda edición que cierro con este artículo.

Mi particular ‘Bitácora de una distopía’ no solamente ha sido el lugar en el que enterrar fantasmas, miedos y pensamientos, sino que también se ha convertido en una forma de conectar y de recuperar a amigos del pasado. En su alumbramiento me topé con la sorpresa de descubrir que escribir no solamente era terapéutico para mí, sino también para quienes daban vida a cada una de sus letras. Los libros son mágicos, no duermen nunca, y hoy todavía me siguen despertando muchas mañanas mensajes de personas de Ibiza, de Madrid, de Bilbao o de Burgos que me confiesan que ya lo tienen entre sus manos para usarlo como compañía en estos días inciertos. No les voy a negar que mi madre es mi mejor agente y que no hay arandino que se precie capaz de escapar de su defensa a ultranza del trabajo de su hija. Gracias a ella su segunda edición cobra vida, como tantas otras cosas…

En la introducción de ese libro y en los muchos artículos a modo de crónicas que lo habitan soñaba con no estar aquí tal día como hoy: creía que 2020 era un número maldito y que una vez superado nos permitiría regresar a nuestras vidas de antes, sin saber que esos personajes ya habían sido sustituidos por estos otros que se ven abocados a vivir al día y a no hacer planes.

Hace un año no sabía que terminaríamos normalizando las cifras de miles o de cientos de muertes diarias, las colas del hambre, los negocios cerrados... Hace un año no sabía que tal día como hoy todavía no habría podido reencontrarme con mis padres, sobrinos y hermanos. Hace un año no fui capaz de ver con la distancia de las tragedias y de las crisis mundiales, esas que no se superan en lustros ni, a veces, en décadas, y aquí me tienen, tecleando este artículo para sacudirme la rabia y decirles que no somos números ni fechas, que el 15 de marzo no será importante ni merece ser evocado, que solo será otro día de mierda y que esta historia, por mí, se acaba aquí enterrada con un ramito de violetas.