Hubo un día en el que los sábados eran el centro de la semana. Los viernes eran otra historia, algunas veces amanecían improvisados en cafeterías madrugadoras al amparo de un chocolate con churros y otras se consumían entre risas y partidas de Trivial. Los viernes eran la liberación, el aire entrando por la ventada de las rutinas amables en las ciudades pequeñas, pero importaban menos. Eran como actores secundarios. Los jueves eran extras y nos servían de antesala del fin de semana para tomarnos dos vinos y dos tapas por uno, por las calles frías de Valladolid. En Aranda los miércoles olían a cine con películas subtituladas e imposibles con las que Zara y yo buscábamos sentirnos más cultas, para terminar descubriéndonos irresistiblemente ignorantes entre chucherías de más y carcajadas de menos.

Hubo un día en el que la única manera de estrenar ropa era visitando otros armarios para que no se notase que aquella chaqueta amarilla o esa camisa negra habían sido las armas con las que Merche ya se había comido el mundo en la pista del Punto Cero.

Hubo un día en el que quedarse un sábado en el sofá viendo una peli o leyendo un libro era algo tan deprimente que solo podía significar tres cosas: estaba castigada, enferma o enfadada. Luego, en la carrera, se sumaron dos variantes más a esta ecuación imposible: tenía un examen complicado el lunes o me había fundido la paga mensual entre tiendas y copas. Recuerdo perfectamente aquellos 16, 17, 18 o 22 años encerrada en casa y lidiando con la frustración, con la fiebre, con el orgullo o con el temario de Derecho Constitucional de segundo. Sin dinero la verdad es que también salíamos, organizábamos botellones en bodegas, en locales o en pisos y después nos tomábamos un par de aguas por veinte duros para calmar la sed y las ganas de cantar. También éramos solidarias: si una no tenía pasta, el resto la cubría.

Hubo un día en el que escribí en una pared que la felicidad olía a sábado y en el que los problemas se ceñían a algún corazón roto, a unas décimas de menos en una evaluación y a las escasas discusiones con mis hermanas de alma o de sangre. Y así transcurrieron aquellos maravillosos años, en los que la amistad y las clases eran lo único importante.
Les confieso que entonces, en aquel remoto pasado, yo era mucho más vehemente, impulsiva y atrevida que hoy y solo puedo estar agradecida por haber habitado en otro siglo aquella piel. Estos días no puedo dejar de pensar en cómo serán los sábados de esos chicos y chicas que atraviesan entre cuatro paredes la que debería ser una de las épocas más intensas de sus vidas. Al final yo ya «quemé» las calles, cuando esta expresión solo se refería a correr por ellas, a saltar y a gritar hasta perder la voz y bailarle a las sonrisas. Yo vi cientos de amaneceres cuando hacerlo implicaba enfrentarse a la luz tras la puerta de una discoteca, yo amé bien y mal a chicos buenos y malos apoyados en la barra de la izquierda e hice decenas de amigas esperando en la cola del baño o sujetándoles la puerta o el pelo a demanda. Yo disfruté durante décadas de noches eternas y de mañanas heladas y ahora me mojo las ganas de libertad en el café, entre fogones, lecturas y plataformas de televisión, mientras que ellos recordarán esta historia de una manera mucho más turbia y gris. Les marcará con el sello de las biografías robadas y puede que por eso salgan a destrozar contenedores sobre los que volcar su rabia y vengarse contra la mierda de adolescencia que les ha tocado sufrir. Pero eso no les da derecho a llevarse por delante escaparates, contenedores o aceras, porque la violencia solo genera violencia y un alma enfadada es un alma hueca.

Ahora los sábados se visten de sábanas pegadas, de visitas al mercado, de vermús por videollamada, de carne fresca para dos y de Netflix, sofá y manta. Ahora los sábados se visten de paseos largos con las perras, de lienzos que cobran vida o de confidencias. Que la felicidad huela a sábado, a viernes o a miércoles solo depende de cómo la escribamos, y la edad… al final la edad es solo un regalo.