La transfiguración del Señor tuvo lugar en el monte Tabor ante la presencia de los tres apóstoles predilectos: Pedro, Juan y Santiago. En esta escena del Evangelio contemplamos con admiración, el cuarto misterio luminoso del santo rosario. Jesús se transfiguró ante ellos de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. Por unos momentos los tres apóstoles vieron a Jesús que muestra su gloria y esplendor que posee eternamente en la gloria del cielo. Lo acompañaban Moisés y Elías representantes máximos del Antiguo Testamento: de la Ley y los profetas, que hablaban ante él. Ante la grandiosidad de este misterio fue suficiente para que Pedro dijera a Jesús: Señor , que bien estamos aquí. Efectivamente, junto a Dios, siempre se está muy bien. Deseamos ardientemente gozar de la felicidad del Cielo.

Jesús quiere que vivamos con la esperanza segura de ser transfigurados nuestros cuerpos. De este modo podremos disfrutar de la luz de la gloria para siempre. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadle.

En la Transfiguración del Señor se hace presente la Teofanía: La voz del Padre, la presencia de Jesucristo y la luz del Espíritu Santo. Gloria al Padre, Gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo. Al Dios uno y trino. Hagamos caso a lo que nos dice Dios Padre. Escuchemos a Jesucristo que entre otras cosas muy importantes nos dice: Amaos unos a otros como yo os he amado. Amar y ser amados es lo verdaderamente esencial en esta vida temporal y en la Vida Eterna.

Pensamos poco en el Cielo, nuestra eterna Patria, nuestro destino último. No se piensa en el Cielo porque al Cielo se va después de la muerte y nadie piensa o no quiere pensar en la muerte. La muerte es la puerta del Cielo. Jesús fue enviado al mundo por el Padre para salvarnos a todos. ¡Creo en la Vida Eterna!