Una vacuna tiene riesgos. Siempre. Lo tiene una aspirina, cómo no lo va a tener una vacuna. En medicina, la cuestión que se dirime es si los riesgos de un tratamiento son mayores o menores que los beneficios. En el caso de las vacunas contra el coronavirus, no hay dudas: se trata de escoger entre las muertes, las saturaciones de los hospitales con efectos sobre los pacientes de todas las demás enfermedades, los efectos secundarios –también mentales– y, no menos importante, la paralización de la economía o, en el otro plato de la balanza, algunos riesgos para la salud que los científicos consideran estadísticamente mínimos. Nada importante como demuestran los cien millones de americanos o los treinta de británicos ya inoculados. Pero los dirigentes políticos europeos parece que prefieren seguir en el juego estúpido de los confinamientos, las luchas contra las curvas, las declaraciones solemnes por televisión, los decretos urgentes y los toques de queda, antes que vacunar masivamente.
El caso de Emmanuel Macron es tremendo: el mismo día en que la autoridad europea de los medicamentos (EMA) aprobaba la vacuna de AstraZeneca, decía a la prensa que esta no servía para nada en los mayores de sesenta años y la prohibía; después paralizó su distribución porque han aparecido varios casos de trombosis, en proporciones iguales o inferiores a los que se dan en el público en general y, desde este viernes, prohíbe la vacuna para los menores de cincuenta y cinco años. Incomprensible, si no fuera que se está jugando con la vida de la gente.
La cuestión, para mí, radica en que nuestros políticos, los peores en generaciones, no entienden que la salud y la transparencia democrática no casan, que hay cosas que no se pueden decidir en la plaza pública porque nos vamos a enredar hasta enloquecer. Vivimos en una sociedad emocional, a la que como ellos saben perfectamente, podemos manipular a nuestro gusto. Hacerlo con cuestiones de salud es extremadamente peligroso porque podemos crear los efectos contrarios a los que pretendemos.

Hay que entender que las lógicas de la medicina, de la política y de las masas van cada una por su lado, y no es posible coordinarlas sin pérdida de popularidad y sin un algo de autoritarismo.

La medicina es una ciencia natural, objetiva, desapasionada, comparable a las matemáticas. Se inocula una vacuna, se estudian las estadísticas y sale un resultado. Nadie se pregunta si el fabricante de esa vacuna es de un país que ha abandonado la Unión Europea, ni si el precio de la vacuna es caro, ni si el éxito de esa vacuna alimenta el chauvinismo, ni si el producto viene en cajitas azules. Sólo se miran los datos, independientemente del contexto. Y se comparan con los efectos del coronavirus, absolutamente demoledores.

La política, en cambio, tiene otra lógica. Su objetivo final no es acabar con el virus ni vacunar, su objetivo final es que el político sea aplaudido, amado y votado indefinidamente. Por lo tanto usa otras lógicas, menos directas, menos claras. La vacuna de Sinopharm puede ser buena, pero para un político hay que ignorarla porque es china y eso debilita la autoestima de Occidente; la de Sanofi no funciona, pero es francesa; la de AstraZeneca es del enemigo; la de Pfizer, aunque es alemana, la vende un laboratorio americano. Urge vacunar, pero tampoco tanto porque en las encuestas los dirigentes no pierden apoyos, o sea que tampoco hay que pasarse. Así es la política. Los científicos no miran lo que interesa a los políticos ni al revés.

Y la lógica –o la ilógica– de las masas es otra cosa. Lean los comentarios a las noticias de vacunas en la edición digital de este periódico y lo entenderán. «Conmigo no van a hacer experimentos», dicen muchos ciudadanos de los que van cada día al médico a pedirle un antibiótico porque tienen algo de tos. Las teorías peregrinas, irracionales, absurdas, se multiplican en las redes –antes era en la cola de la carnicería– de manera que nuestra población puede terminar prefiriendo las muertes por COVID a los riesgos irrelevantes de la vacunación. La ignorancia es demoledora.

Así está Europa hoy, aproximándose a una situación imposible: no hay, ni va a haber, ni puede haber un remedio para el virus que sea absolutamente seguro como parecemos pretender; Estados Unidos, Chile, Gran Bretaña e Israel están señalando el (único) camino para salir de este desastre: la vacunación masiva. Europa, sin embargo, está enredada en sí misma. Vean España: suspende la vacunación hace semana y media; el jueves decide continuar, pero no hasta dentro de seis días. Estos seis días se traducirán en cien muertos diarios por el virus. Con la vacuna, al menos la mitad de ellos seguro que se hubieran salvado.

Estamos en una encrucijada muy delicada que puede acabar con miles de muertos más, otro verano perdido para, en otoño, volver a la vacunación, porque no hay otra solución. Ni la habrá.