Voy a ser especialmente severo a la hora de analizar la irrupción estruendosa en nuestras vidas de un subproducto televisivo hilvanado con llorona demacrada y drama afectivo que (¡y lo afirmo rotundamente!), si la sociedad estuviese medianamente (véase que matizo, medianamente) equilibrada en el aspecto moral e intelectual, no hubiese acaparado ni diez segundos en ningún medio informativo o programa de televisión mediocre.

Voy a intentar desmenuzar la noticia desde un estado de ánimo cercano a la misantropía y con unas dudas crecientes sobre las escasas posibilidades existentes de que pueda llegar a salvarse nuestro país a corto plazo. No es ya en sí el hecho de que una persona cuyo único mérito ha sido el de ser la hija de una tonadillera famosa regrese desde las tinieblas del olvido, resucitada cual Lázaro, en aras de pillar su cacho de un pastel inmundo amasado por la prensa sensacionalista y se preste a realizar frente a las cámaras el baile de los siete velos morales convertidos en revelaciones íntimas para mostrar, nada menos que en una miniserie (¡para eso y para más parece ser que dan sus desdichas si se compensan adecuadamente!), sus numerosas y secretas cicatrices existenciales, es que, además, las desnude sin pudor alguno ante una audiencia malsana con la misma falta de remordimientos con la que las pescaderas de la edad media ofertaban los jureles, el bonito,la huevas y las sardinas momificadas cubiertas por una capa de moscas y hedor a pescado podrido; el problema, y bien grave, es que la gente compre y convierta tal mezcolanza de tripas, cabezas dentadas y escamas pegajosas en parte de su sustento espiritual y convierta esa basura de striptease mediático en el programa más visto de la jornada con un 33% de cuota de pantalla. El problema, repito, el verdadero problema que tenemos como sociedad es que en vez de entrevistar a personas que luchan para hacer del mundo un lugar mejor, a integrantes de los muchos colectivos que conforman la sociedad y están jugándose literalmente la vida para protegernos y minimizar los efectos de la pandemia a diario, a jóvenes emprendedores, artistas, voluntarios, inventores, poetas que puedan servir de guía para una juventud que naufraga en un mar de dudas… las aves de rapiña del alma humana que ejercen la prostitución para la prensa amarilla revoloteen pletóricos al olor de la carroña de los beneficios, la repercusión mediática y los índices de audiencia y se permitan la bajeza de excretar para las mentes más débiles esa morralla continua de chabacanería, infidelidades, sexualización, cotilleos, traiciones y repertorio de fauna hortera en formato de reality show. No puedo criticar personalmente a Rociíto porque salvo que es la hija de quien es, nada más sé de ella salvo que se casó con un guardia civil y que a tenor de las muchas noticias y apariciones en televisión que ya engendró en su momento (con su aderezo de rupturas, escándalos y quejíos), ambos le debieron coger bien pronto el gustillo a eso de vivir de airear bajezas y alumbrar titulares. Desprecio profundamente a todos aquellos que se prestan a salir en esos gallineros de verduleras. Desprecio profundamente el placebo que sus miserias le supone a otros miserables que han de vivir otras vidas que no son las suyas. Y, sobre todo, desprecio con un asco cercano al odio el que una niñata criada entre algodones y bambalinas tenga la desfachatez de manosear la palabra suicidio en un país donde cada día se culminan con éxito más de diez sin que los medios de comunicación les dediquen cinco segundos y, muchísimo menos, analicen que hay detrás de la tragedia de esas casi cuatro mil muertes anuales, mientras ella se embolsa cientos de miles de euros por salir bien maquillada, con su moñito vintage, a contar penalidades y dosificar secretitos por capítulos. Y si el mero hecho de comprobar el eco social alcanzado por sus confesiones a peso de oro, su consiguiente estallido mediático en las televisiones y el interés desatado por el caso en lo que se supone la prensa seria ya me dejó inicialmente tan dolorido como perplejo, el hecho posterior de descubrir a políticos tomando partido por el bando de la cháchara para chafarderos me ha empujado a cambiar en el último minuto (unido a la sugerencia ladina de mi buen amigo, David De Felipe) el artículo que tenía concluido para esta semana. Y, lo juro, pese a que me había propuesto evitar cualquier noticia que concerniese a la ‘bien pagá’ por mera higiene mental y compromiso moral, la irrupción del inefable Ministerio de Igualdad (tanto monta monta tanto, Irene como Pablo en la equidad de su salario) y su máxima representante, Irene Montero, para defender esa teatralización chabacana, ha terminado por desbordar mi capacidad de asombro y me ha catapultado sin deseo alguno frente a la pantalla del ordenador. Irene, ministra, modelo de Vanity Fair, si de verdad te conmueven tanto los dramas y lloros, te alejas cualquier día de la zona alta y te acercas a una de esas colas del hambre y ahí encontrarás miles de personas infinitamente más desgraciadas que la plañidera del plató por la que has tomado partido y, ya que a nadie parece importarles sus vidas ni historias (¡los pobres no son rentables para filmar miniseries!), les preguntas tú por su problemas y verás cómo te empapas un poquito del rostro más atroz de la vida, de la falta de horizontes, de los sueños rotos, de la violencia diaria ajena al género y captas la miseria solapada a la que los condenáis al dilapidar tanto dinero inútilmente adjudicando una partida de 450 millones a un Ministerio que solo es provechoso para las turbas del pelo lila. La resonancia que ha alcanzado la emisión de dicho programa nos delata cuán lejos estamos de una sociedad más justa y armoniosa. Los romanos acuñaron el término, ‘pan y circo’ con el objetivo de mantener calmada la plebe y ocultar hechos escandalosos que podían crear revueltas. A nosotros, mientras la ruina y la muerte devastan nuestro país, nos basta con que nos echen unas migajas en el suelo y, a falta de circo, nos ofrezcan un espectáculo de mierda. ¡Y es que, además, les aplaudimos y todo!