Ayer cuando iba en el coche escuché una canción de Ska-P, uno de esos grupos que marcó mi juventud en Madrid. Años en los que reivindicábamos el derecho a la protesta, a ser diferentes y a ir en contra de todo y contra todo por el mero hecho del convencimiento de que otro mundo era posible. Un mundo que se podía cambiar con un peinado diferente, un pendiente, una camiseta reivindicativa y dando saltos en un concierto mientras chocabas los cuerpos con un mini de calimocho en la mano.

La canción en cuestión se llama No te pares y en ella se habla de un joven que tras haber firmado el finiquito para quedarse sin trabajo rebosa de ilusión por engrosar las listas del paro. También habla de una familia sin ingresos que vive con la abuela, la suegra y dos niños, sin poder pagar el piso, con letras que se acumulan mientras le cortan el agua y tiene que prescindir de su almohada cervical, y gente que desde arriba nos dicen que hay que apretarse el cinturón mientras ellos tienen sueldos enormes y viven entre trapicheo y corrupción. Algo que al protagonista no le desanima porque vive con ilusión el saber que con él se llegaba entonces a los cuatro millones de parados.

De esa letra y esa canción hace ya casi dos décadas pero desgraciadamente sigue sonando actual. Aún la tarareo en el coche porque me la sé de memoria y sigo vibrando con ella mientras conduzco pero al mismo tiempo me preocupa que nada haya cambiado en España. Sigue habiendo muchos «nuevos pringados» que desgraciadamente van cada día camino de lo que antiguamente se llamaba Inem y ahora Sepe, demasiada «democracia de pastel» y «demasiada sociedad pasiva» ante «otros sueldos enormes, trapicheos o corrupción».

Incluso la cifra de parados sigue siendo parecida si no contamos las personas que están en Ertes. Tal vez, lo único que ha cambiado es que yo ya pinto canas, peso unos kilos de más, tengo más tatuajes y un niño pequeño al que no sé cómo explicarle que casi no hemos mejorado nada en dos décadas.