Mi madre siempre será la mujer que todos miraban cuando me llevaba de la mano al colegio con el pelo rubio ensortijado, los labios rojos y la sonrisa contagiosa. No importa el tiempo que pase, ni que los años intenten ocultar la luz de aquella joven que lo iluminaba todo a su paso, porque en mi nariz conviven su aroma limpio, sus uñas largas de colores y sus andares rápidos y certeros. Tampoco yo sigo siendo aquella niña que creía que si cantaba muy fuerte las calles se llenarían de música y, sin embargo, en días como hoy, vuelvo a sentirme menuda, orgullosa, protegida, afortunada y feliz de ser su hija.

No había dibujo, margarita o amapola lo suficientemente bonito como para estar a su altura y, sin embargo, ella los recibía como si fuesen grandes cuadros o ramos inmensos de las flores más hermosas. Los poemas que le escribía estaban trufados de faltas de ortografía, carecían de rima e incluso de sentido, pero su mirada embelesada me hacía creer que eran los versos más bellos del mundo y mis rosquillas, las más amorfas de la familia, le parecían un ejemplo de creatividad. Siempre me ha visto guapa, hasta en los peores momentos, porque ella tiene el poder especial de ver a las personas por dentro y nosotros la suerte de haberlo heredado. Hace del humor su mejor arma contra la tristeza, el dolor o el desconsuelo, y tiene la capacidad de hacer que los días más fríos se deshagan con uno solo de sus abrazos. Sus pimientos rellenos de carne son el plato más elevado del planeta y como mi padre trabajó toda la vida en Michelin cuentan con todas sus estrellas.

Una vez, tal día como hoy, le regalé un cenicero tan horrendo y con una paleta de colores tan mal escogidos que pensó que era una escultura abstracta y, sin embargo, lo mantuvo en la cocina a la vista de todos hasta que yo misma lo rompí en una de mis travesuras. Me permitía disfrazarme cada año de Alaska porque nunca quiso imponerme sus deseos y jamás ha dudado de mi talento o de mi capacidad para ser capaz de alcanzar todos mis sueños. Cuando quise ser parte de un grupo de celta-rock solo me exigió que cumpliese también con los estudios y, a pesar de no hacerlo, me cosió siempre las alas en cada salto para que pudiese seguir volando. Fue mi apoyo durante la carrera, la mano firme que me empujó en cada una de las entrevistas de trabajo que hice en Valladolid, Madrid o Burgos y quien me acompañó hasta Ibiza cuando el destino quiso que terminase de despegar de su nido.

Mi madre siempre ha sido una de esas personas que enamoran a simple vista y que transmiten tanta confianza que, sin saber cómo, nos ha llevado a compartir amigas y vinos con la misma facilidad con la que me extraía piedras de las rodillas con las pinzas de las cejas.

Todavía hoy, a mis cuarenta y tantos años, sigue haciendo su magia y se dedica en cuerpo y alma a vender mi libro por toda Aranda para que la gente que aprecia sea también parte de nuestra historia. Por eso, desde aquí y en este Día de la Madre, yo solo puedo hacer lo que mejor sé: juntarle letras para decirle que la quiero.

Gracias, mamá, por hacer que los rincones oscuros sean cuevas del tesoro en vez del horror, por convertir la lectura, la pintura y la música en nuestros aliados y por esa sonrisa tan preciosa que te ilumina ahora mismo la cara para que yo te siga viendo como la mujer que todos miraban cuando me llevaba de la mano al colegio con el pelo rubio ensortijado, los labios rojos y la sonrisa contagiosa.