Imagen de los satélites Starlink surcando el cielo de Ibiza.

Amenudo las noches del toque de queda me sorprenden durmiendo al raso, antiguo ardid que permite esquivar esas multas desproporcionadas que te dejan en bancarrota. La humedad es tremenda, pero me gusta imaginar que el rocío procede de la cocha nacarada de Afrodita. Si revitaliza a los pinos, también lo hará conmigo. Previsoramente en el coche acostumbro a llevar manta de alpaca, botellas diversas y hasta un botijo, tabaco cubano, pan anisado de Es Pins y una sobrasada, poetas malditos, backgammon y baraja de cartas. Nunca se sabe con qué otros vagabundos puedes topar, pero los vicios virtuosos inspiran las buenas compañías y a la noche todas las gatas son pardas.

En noches así toda la floresta pitiusa se transforma en mi jardín y vago en cueros benditos brindando por Bes. Pero algo más ha estado pasando. Al principio creí que era un ataque de delirium tremens, luego pensé en naves extraterrestres con overbooking de marcianas sensuales y antojo de incautos terrícolas, incluso en algún puñetero cohete chino en caída libre... ¡Las estrellas se movían! Había como un racimo de uvas doradas a la deriva espacial, danzando noche tras noche. En la distopía que vivimos, ya todo parece posible.

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Tras otra noche al raso, ayer fui a desayunar a uno de esos templos profanos que son los bares, tan castigados por el celo vírico de los nuevos totalitarios que insultan a los no quieren votarles. Contaba mi visión nocturna y era blanco de burlas. Hasta que alguien acercó este mismo periódico informando que mi dorado racimo de danzantes estrellas, era en realidad un satélite de esa rara criatura llamada Elon Musk.

En cierto modo fue una desilusión, pero salvó mi paranoia.