Aranda de Duero. | traveler.es

Les escribo este artículo desde la mesa redonda en la que tracé mis primeras letras. Lo hago con la sonrisa líquida de mi madre al otro lado de la cocina, mientras me prepara sus legendarias croquetas. Me paro, levanto la vista y me guiña un ojo, mientras me recuerda que no escriba nada sobre mi padre otra vez, porque no le gusta que airee en público lo bien que huele cuando aparece recién duchado con aroma a súper héroe, la misma fragancia con la que me acunó miles de veces para hacerme sentir protegida y plena.

Levanta una ceja mirando el ordenador y me pregunta sin palabras que qué hago trabajando, desde esos ojos verdes tan puros y llenos de sabiduría como los de su padre, y como los del padre de su padre, y que mi hermana ha heredado con esmero. Solo es un momento, le respondo imitando su gesto, mientras su mano grande, firme y fuerte se posa delicadamente en mi hombro.

Estoy en casa, en su casa, en la que siempre será la mía, donde los aromas a hogar se visten de pucheros y de bizcochos y entre cuyas paredes siempre seré la pequeña y la mimada.

Me preguntan que qué estoy escribiendo y les respondo que ni yo misma lo sé, que de alguna manera necesitaba compartir con mis lectores que por fin los han vacunado y que ya no me duele el miedo del que tantas veces les he hecho partícipes. Necesitaba haceros sonreír, al otro lado de este periódico, para compartir que no hay final, pero sí la palabra feliz y que por fin he vuelto a Aranda para repartir todos los abrazos encerrados que llevaba más de año sin sacar de paseo.

Si cierro los ojos un momento e intento evocar las pequeñas cosas que me hacen cosquillas en el alma, no veo premios, reconocimientos ni cifras abultando mi cuenta corriente, sino aquel día bajando a toda velocidad con la bicicleta por una pendiente, esa visita sorpresa en Ibiza que me cosió las heridas y me alimentó el alma, ese beso robado al amparo de las estrellas o ese instante de complicidad y de cosquillas en el sofá abrazada al amor de esta vida. Cuando pienso en lo afortunada que soy, solo veo a mis padres, sanos, maravillosos y risueños, así, como están ahora, trajinando maravillas en la cocina. Recreo las lágrimas que me embargaron ayer cuando volví a abrazar a mi hermana y la forma casi mística en la que su cuerpo y el mío se templaron con la misma sangre y los mismos anhelos, o huelo la paz que destila mi hermano y me pierdo en esos brazos y en ese cuerpo gigante en el que siempre me he sentido protegida.

Cuando pienso en lo afortunada que soy, escucho las risas contagiosas de mis sobrinos y pongo cara de tonta al ver reflejada en su mirada la misma belleza que me transmitieron sus padres enseñándome de su mano a recorrer confiada y serena este valle de sonrisas y lágrimas.

Hoy, en esta cocina, soy yo de nuevo: la optimista que siempre sonríe y que siente que es capaz de todo. Esa a la que enseñaron a volar sin miedo ni GPS, pero a la que mostraron todos los mapas del mundo y le hablaron siempre de la importancia de aterrizar en cada etapa con alegría y con respeto.

Gracias a todos los que habéis hecho que este instante sea posible, médicos, virólogos, investigadores y enfermeros, porque no hay nada más valioso que volver a probar estas croquetas al amparo de los seres más importantes de mi mundo.