Los residentes ya no pueden someterse a la prueba de antígenos al aterrizar en el aeropuerto de Ibiza. | J. Sevilla

No somos de madera y el corazón nos late demasiado fuerte cuando nos tocan las narices. No nos crecen los apéndices, al menos los superiores, pero sí que nos suben los colores y los calores al escuchar mentir sin pudor a quienes nos explicaron de forma paternalista que la baja tasa de vacunación en Ibiza se debía a que éramos los más rebeldes a la hora de aceptarlas, para terminar reconociendo con la boca pequeña y la nariz grande que en realidad somos los habitantes de Baleares que más cumplen con sus citas destinadas a recibir el antídoto contra el coronavirus. Nuestros particulares Pinochos buscan colgarnos con demasiada alegría unas orejas de burro que no son sino el reflejo de su propia farsa y nos siguen dejando a la cola de todo.

Primero nos cerraron los bares que ellos visitaban sin pudor, incluso de madrugada, y nos prohibieron ver a nuestros amigos y familiares durante meses. Después nos intentaron convencer de que las fases eran diferentes para unas islas que para otras, mientras nos amenazaban con los peligros de un tardeo que nunca se ha practicado en las Pitiusas. No es la primera vez que los mallorquines de turno se olvidan de que existimos, de que opinamos, de que pagamos religiosamente los impuestos con los que se van de cañas o de que, incluso, tenemos voz y voto en esta democracia de serrín.

La mejor metáfora de este sinsentido territorial la viví hace años, cuando trabajaba en la radio. La responsable de comunicación del Parlament me recriminó que no hubiese asistido a una sesión, tras pedirle una entrevista, recordándome que otros periodistas de rincones remotos como Algaida sí que lo habían hecho. En aquel momento no supe qué hacer, si reírme, si enfadarme o si explicarle, en un perfecto y redondo castellano, que Ibiza era una isla separada físicamente de Mallorca (con mucha agua de por medio), sin conexión viaria y que, en ningún caso, podía considerarse un pueblo más de Palma. 15 años después seguimos igual, escuchando sandeces de quienes, aunque deberían representarnos y defendernos, siguen sin conocernos ni respetarnos.

La última aberración de este tropel de trompas pensantes la viví el pasado domingo tras aterrizar en el aeropuerto. Llegamos de noche, con una tormenta fresca como recibimiento y con el código QR perfectamente cumplimentado para someternos al test que nos permitiese volver a casa limpios. Nuestra sorpresa fue mayúscula al enterarnos de que alguien había decidido eliminar este servicio y que tendríamos que ir al día siguiente, entre las 12:30 y las 14:30 horas, al hospital de Can Misses para realizarnos dicha prueba. En ese lapso de tiempo tendríamos que confinarnos y no ir a trabajar.

Como la experiencia laboral de quienes mandan debe ser exigua, y ya no digamos lo que supone dirigir una empresa y asumir los costes y riesgos de una crisis, es más que probable que los de arriba no asumiesen que algo así debía anunciarse para que quienes tuviésemos reuniones u obligaciones ineludibles pudiésemos solventarlas. ¿Y recoger a mis perros estaba permitido? ¿Y compartir coche con el amigo que nos venía a buscar o incluso coger un taxi? Las personas de información no supieron respondernos a cada pregunta y terminaron reconociendo estar tan sorprendidos como nosotros por ese cambio de criterio.

Pero así es Baleares, una aventura diaria, una sorpresa normativa, una fantasía en la que cada día puede ocurrir algo nuevo y bizarro destinado a poner patas arriba nuestra propia distopía. Mientras, no dejo de pensar en la señora de aquel chiste verde en el que le pide a Pinocho que no deje de mentir para intentar espantar el temor de quienes no saben qué pasará con sus negocios y con sus vidas al estar en manos de los personajes de un cuento para los que nuestra salud y nuestra economía son menos importantes que sus sillas.