Bernat Joan i Marí, en una imagen de archivo. | Daniel Espinosa

En este país del esperpento diario que nos está legando la inoperancia política, la corrupción generalizada y los intereses espurios de sus gobernantes; ya sean significados o insignificantes, de derechas, izquierdas, provenientes de la Capital del Reino o de los terruños irredentos; en este país de invasiones marroquíes, horario para poner la lavadora (¡ojito con el sexo de quién la pone!), de juramentos de no subirle los impuestos a las clases bajas o cobrar más de tres veces el salario mínimo interprofesional, de Rociítos sorbemocos, éxodo comunista a los barrios pudientes en busca de casoplones y de los miles de queridas y amiguetes colocados a dedo, hay un tema recurrente que solo es posible concebirlo en un país que deviene en vodevil de Berlanga y galopa festivo hacia el precipicio de su balcanización y la ruina eterna; me refiero al de la lengua que cada uno habla.

La razón (tan poco común en nuestra clase política) nos dice que la máxima finalidad y, debería ser la única, de cualquier idioma, es la de facilitar la comunicación entre los seres humanos. La lengua siempre es un tesoro que le pertenece a los que la hablan, todas ellas, sin excepción, y España es profundamente afortunada de poseer varias que engrandecen su infinito patrimonio cultural, eso sí, pese a que en su permanente deriva cainita hayan terminado por usarse como un arma política pervirtiendo su auténtica función, que repito, es la de articular con sonidos aquello que previamente ha gestado la mente. Cualquier ciudadano español, por el mero hecho de serlo, debería poder comunicarse sin cortapisa ni imposición alguna, en la lengua que le resultase más fácil, ya sea por ser su lengua materna, ya sea por la sencilla razón de que así le sale de lo más hondo del alma o de otras partes del cuerpo.

Lo que, antes de que todos perdiésemos la cabeza en este delirio colectivo cuya máxima representación es el ruinoso Estado de las Autonomía (que lo único que ha logrado es el enfrentamiento y la ruina de todos menos los políticos que parasitan tal engendro), cualquier ciudadano sensato hubiese considerado un gesto absolutamente normal, una simple muestra de cortesía, el hecho que la Señora Armengol pasase del catalán al castellano a petición de un asistente durante el acto de celebración del ascenso del UD Ibiza a segunda (es de suponer que el que lo pidió lo hiciese con el único propósito de entender, sin perderse una sola coma, lo que se decía y no llevado por intenciones siniestras o cálculos de índole imperialista como en su paranoia piensan algunos que se han rasgado a posteriori las vestiduras y arrancado los cabellos como si fuesen la niña del exorcista). Y ahí se debía de haber quedado la cosa, pero… ¿Cómo se le pudo ocurrir al forastero pedir tal cosa en vez de asentir con la cabeza como si entendiese lo que se decía en una lengua para él desconocida? ¡Por maldad, solo puede concebirse que lo hiciese por pura maldad e inquina hacia el catalán con el propósito de que se extinga lo antes posible!

Y aquí, como no podía de ser de otra manera, hace su irrupción estruendosa el paladín de esa entelequia imperialista llamada Païssos Catalans que tanta aceptación y arraigo tienen entre la comunidad balear y valenciana para desespero de los emperadores enanos que desde la zona alta de Barcelona delimitan su particular y alucinado Lebensraum hitleriano (espacio vital), me refiero al Señor, Bernat Joan i Marí, que desconozco si verdaderamente se llama así o, por el contrario, como pasa en Cataluña con los nuevos conversos al nacionalismo provenientes de todos los rincones de España, para librarse del lastre de los apellidos paternos de más allá del Ebro y los complejos de inferioridad de no tener demasiada pureza de sangre para ser aceptado en la tribu han retocado sutilmente y catalanizado sus nombres.

No es broma, a eso hemos llegado, en Cataluña son miles y miles los que borran toda mácula de su abolengo manchego, andaluz o murciano, a base de hacerle ese asco al apellido de sus padres, no sea que se descubran que estos y los abuelos llegaron con la emigración masiva de los sesenta. El señor Bernat Joan i Marí se erige en Inquisidor Mayor de la antaño Corona de Aragón y lanza sofismas y anatemas contra ese pobre muchacho que parece ser que cometió la terrible afrenta de desconocer una de las lenguas más bellas de España, precisamente, mi lengua por parte paterna. Lástima, como él dice, que ante tamaña afrenta, no fuesen mayoría en el acto los que espían, como sucede en mi tierra, en qué lengua hablan los niños en el recreo, señalan y multan a los comercios que rotulan en castellano (¡habrase visto semejante cosa!) o se saltan a la torera las sentencias del Tribunal Constitucional sobre la obligación de impartir ciertas horas semanales de castellano (¡Pero será posible, para qué se le va a enseñar a nadie castellano en España!) para poder hacer una pira bien grande y darle un escarmiento al deslenguado ese. El señor Bernat Joan i Marí usa con un desparpajo sorprendente una y otra vez en su artículo la palabra supremacista…

¿Acaso desconoce él la idiosincracia del partido al que pertenece y lo que subyace en su ideología pancatalanista? Podría llenar folios y folios con los términos racistas y despectivos con los que somos calificados los catalanes no nacionalistas, sobre los ciudadanos de otras comunidades, para algunos líderes separatistas, meras bestias (me sobra material con las proclamas de unos cuantos Honorables), simplemente decir, que entran de lleno en el delito de odio. Si quiere un día intercambiamos citas y opiniones para concretar con datos lo que es realmente ser supremacista (la proximidad genética del señor Junqueras con los franceses roza el delirio).

El Señor, Benat Joan i Marí se erige en defensor de las lenguas, entiendo que por el ataque hegemónico y expansionista del castellano en su afán de recuperar el Imperio (todo nacionalista que se precie necesita tener un enemigo a mano), eso sí, su defensa se circunscribe exclusivamente a las supuestas lenguas en peligro por lo que me resulta del todo sorprendente que como defensor de la pluralidad y riqueza de dichas idiomas y dialectos, el que no use la misma vehemencia para denunciar el peligro que supone para el ibicenco las embestidas contra su sintaxis y giros gramaticales el catalán de Pompeu Fabra que se obliga a estudiar en los colegios.

Las lenguas no necesitan inmersiones (que muchas veces terminan en ahogo), ni corsés en forma de subvenciones cuantiosas, ni prótesis ideológicas más allá de las que quieran darle sus hablantes, pueden promocionarse y hacerlas más atractivas, pero el grado de imposición que alcanzan en nuestro país las convierte en algo antipático para el alumno y dejan dejar en una mera caricatura la persecución y restricciones que tanto se critican de regímenes pasados. En pleno siglo Siglo XXI, si el señor Bernat Joan i Marí no estuviese embarcado en un proyecto decimonónico y fuese un docente libre de sectarismo, lo que defendería con todas su fuerzas sería el trilingüismo y, más allá de sus convicciones políticas, buscaría lo mejor para la mayoría de los alumnos que en ningún caso puede ser una inmersión linguistica que aboca a miles de ellos al fracaso escolar prematuro. Por cierto, salvo en su imaginación, la Señora Armengol no es la presidenta de ningún país del mundo, para desgracia nuestra, sí que lo es de nuestra Autonomía, que Dios mediante, algún día revertiremos desde VOX para desasosiego de tanto político improductivo.