Hoy, aquella niña dulce, inteligente y curiosa que otrora nos miraba con admiración y se bebía nuestras historias obnubilada piensa que somos unas carcas y que no sabemos nada de moda, de música y mucho menos de tendencias. | Pixabay

El día en el que fui al dermatólogo y sentí un pudor adulto al enseñarle los lunares a un médico que podría ser mi hijo, asumí sin remedio que ya era, con todas las letras, una señora.

Hacía tiempo que respiraba esa sensación. El momento en el que mi equipo empezó a estar formado por periodistas a las que sacaba 15 años o cuyas madres estaban más cerca de mi edad que de la suya, o cuando directamente empecé a superar en dos décadas a las alumnas en prácticas que llegaban cada verano. Nunca olvidaré la sorpresa horrorizada de Alba cuando se enteró de la edad que tenía y, sin poder disimular su rictus, me espetó un: «¡pero tranquila, no se te nota nada!». Aun así, la contraté poco después, porque ese desparpajo es una de las cosas más bonitas que la acompañan cada día.

Todo comenzó un día en la playa de Talamanca tras un copioso arroz al amparo de una sangría mejorada con la sonrisa de Marta. Tras disfrutar de aquella delicia nos echamos la siesta en un pareo en el que unos niños nos despertaron con un sonoro pelotazo. Aquella fue la primera vez en la que tras pedirnos disculpas escuché entre susurros: «vámonos, que esa señora tiene muy mala leche». Teníamos por aquel entonces 26 años recién estrenados y nos morimos de la risa sin hacer demasiado caso a ese germen que sentaría un precedente del que ya nunca logramos desprendernos.

Los miércoles de vinos, en los que acostumbrábamos a juntarnos con nuestras amigas ‘las matronas’ y el resto de nuestra tribu, María José, quien dilucidaba en pocos segundos cuánto debía pagar cada una, nos reprendía siempre por exigir a los camareros que nos llamasen «señoritas». «Ese es un término machista y peyorativo», argüía mientras nos convencía para que reclamásemos un sonoro «señora», porque al estar licenciadas ese era el título que nos correspondía. «Nosotras», afirmaba, «no somos «señoras» por edad, ni por estar casadas, lo somos por protocolo, como dices tú, Montse», y aquella cantinela se me quedó grabada. Ahora, cuando alguien comete la imprudencia de aniñarme el sustantivo, sonrío y le recuerdo que hoy, por edad y currículum, soy una orgullosa señora.

Esta semana la sonrisa de Marta ha vuelto a acompañarme gracias a la magia del 50 aniversario de Adlib Ibiza, del que una vez más he disfrutado poniendo letra en su compañía. En el mismo rincón donde por primera vez nos llamaron señoras me contaba, entre carcajadas, que su hija Alejandra le hace sentir exactamente así. Alex es el primer bebé al que abandonaron a su suerte en mis brazos durante la media hora más larga de mi historia, en la que solo se me ocurrió cantarle un disco casi completo de Amaral. Hoy, aquella niña dulce, inteligente y curiosa que otrora nos miraba con admiración y se bebía nuestras historias obnubilada piensa que somos unas carcas y que no sabemos nada de moda, de música y mucho menos de tendencias.

Lo que ella no sabe es que hace muchos años nosotras también vestimos exactamente igual que ella ahora: nos acortamos la falda, nos alisamos el pelo hasta la extenuación y miramos a nuestras madres con la misma condescendencia de la juventud. Hoy lo que quiero decirle a Marta en este artículo es que no se preocupe, que dentro de 20 años descubrirá que su madre es la persona más fascinante del planeta y el espejo en el que querrá reflejarse para ser una auténtica señora.