Imagen de Olivia y Anna.

Cual cirujano, voy a entrar a diseccionar con el único bisturí de la razón el caso de las hermanas asesinadas en Tenerife. Y no es en sí la monstruosidad del crimen o la aberración que supone que te quite la vida precisamente la persona que más debería amarte y protegerte lo que quiero valorar ya que un acto de tal naturaleza se juzga por sí mismo, tampoco voy a recrearme en ningún matiz morboso del asunto ni a entrar en sesudos psicoanálisis del estado mental de un progenitor que a todas luces, sin necesidad de ellos, puedo afirmar que es una afrenta a la condición humana y que el mundo sería un lugar mejor de no haber nacido jamás semejante bestia. Mis pensamientos, todos, giran alrededor de la vida truncada de esos dos ángeles sonrientes y del dolor infinito de la madre. También, mis rezos. Aquí doy el tema por zanjado y entiendo que lo correcto ante un suceso tan luctuoso solo debería ser el de respetar el duelo de la madre; otros prefieren seguir chapoteando en el lodo pestilente del asesinato indiferentes a si su mercadeo mediático con la tragedia aumenta el dolor inconsolable de quien lo ha perdido todo. Y aquí, así mismo, es donde comienza mi crítica sin contemplaciones contra la hipocresía generalizada y los silencios cómplices, el periodismo sensacionalista patrio (realmente nauseabundo, como todo aquello que considera carnaza a la que hincarle el diente esa carroña que denominamos prensa amarilla) y, con especial énfasis, en el uso con fines políticos de tan incomprensible tragedia. Por que si hay algo que me asquea del tratamiento que se le ha dado a la desaparición de las niñas a raíz del descubrimiento del cuerpo de Olivia en las profundidades del océano y el circo mediático omnipresente que desde entonces ocupa todos los informativos y los programas de telebasura, es la conclusión de que el hombre es intrínsecamente malo por el mero hecho de nacer hombre. Les ha faltado tiempo a las hordas feministas para movilizarse y lanzar sus arengas bélicas contra el género maldito, le ha faltado tiempo a la progresía mediática para hablar de machismo y heteropatriarcado, le ha faltado tiempo a la izquierda pija para señalar a los contrarios ideológicos como si fuesen los instigadores del crimen… Oye, y se les ve con tanta premura salir a la calle y hacerse dueños de los medios, en mostrar tal contundencia en el rechazo, que por fuerza uno duda de sus intenciones y sentimientos… pero entonces, casi como si se tratase de un rumor no confirmado, con un matiz cladestino de leyenda urbana, alguien te susurra un nombre (Yaiza, de tan solo cuatro años) y te habla de una noticia que ha pasado de puntillas por los medios (su asesinato a manos de la madre para vengarse del padre apenas hace una semana) y una profunda sensación de asco te envuelve y lo primero que te da por pensar es que el cáncer de la maldad que está devorando nuestra Patria ha derivado ya en metástasis y este se ha extendido por la totalidad del paciente. Ni una foto hemos visto de Yaiza, nada sabemos de la vida de la madre homicida, no constan concentraciones feministas de rechazo ni se han decretado minutos de silencio, nadie se hace eco del dolor de un padre del que desconocemos todo mientras que de Tomás Gimeno nos machacan hasta con pormenores de su infancia, las fotos de Olivia y Anna saturan todo tipo de pantalla y todos nos compadecemos, como no podría ser de otra manera, del indescriptible sufrimiento de la madre. Y ahí radica el cáncer que consume nuestros osamenta moral y tejidos sociales, en no afirmar con rotundidad que a Olivia, Anna y Yaiza las han matado unos monstruos con forma de persona y que el horror de esos cuerpecitos abandonados en las tinieblas abisales no es menor que el de la niña que murió asfixiada con el único horizonte de la bolsa de basura que cubría su rostro mientras agonizaba; el cáncer que nos hace peores son todos esos políticos y periodistas mediocres que a sabienda callan los crímenes de unos monstruos y resaltan los de otros según les convenga, les marquen los índices de audiencia, el estatus social y la nacionalidad de la alimaña o aconsejen sus intereses políticos. El cáncer es esa muchedumbre aborregada que acepta que el milagro único e irrepetible de la vida pueda interrumpirse a capricho de una sola persona (100.000 abortos se practican anualmente en España) y se rasga después las vestiduras por el sacrificio de un perro. El cáncer es intentar diferenciar unos monstruos de los otros y justificar o silenciar sus actos según tengan entre las piernas, pene o vulva. El ruido y la furia se torna silencio en el caso de Yaiza precisamente porque contradice su discurso y delata la verdadera naturaleza del mal; por eso, esa niñita de cuatro años es irrelevante para esos políticos y colectivos, como lo son las niñas tuteladas y abusadas de Palma, el suceso asqueroso del marido de Mónica Oltra o las incontables manadas de violadores que semanalmente actúan sin que trascienda dato alguno por no reunir los requisitos necesarios para obtener réditos propagandísticos. Y lo más repugnante de todo, la constatación de que esas víctimas, esas vidas truncadas e inexistentes, no tienen quien vierta unas pocas lágrimas por ellas y ni siquiera son dignas de ser recordadas.

Hay una noticia, de la que, por supuesto no sabéis nada, pese a que las víctimas, como pasase con el malogrado Lloyd Floyd (el que encabezase todos los telediarios durante un par de meses y por el que tantas selecciones todavía se arrodillan), además de ser afroamericanas, resultaban tratarse nada menos que de seis niños y sus verdugos de raza blanca. El 25 de marzo de 2018 la pareja que había adoptado a los seis niños los subieron en una furgoneta y acabaron con la vida de todos ellos arrojándose por un acantilado de 30 metros contra el mar. Nada, solo silencio, ni manifestaciones, ni disturbios, ninguna campaña mundial recordado las criaturas muertas de las que todavía falta por recuperar el cadáver de uno de los niños que, como el cuerpecito de Anna, descansa mudo en la negrura infinita del mar... ¿La razón? Las Hart, la pareja de lesbianas que los adoptó, si bien es cierto que eran de raza blanca, también lo era que se trataban de dos mujeres muy vinculadas al movimiento LGTBI, al activismo de izquierdas y la lucha contra el racismo. En estos casos, deja de importar la edad y la raza de la víctima, la muerte se torna menos muerte, el niño pasa a convertirse en estadística y el monstruo maligno se disipa tras una neblina de silencio que aceptan políticos, periodistas y lobbys morales. Malditos seáis todos los que lloráis lágrimas de cocodrilo solo frente al terror de algunas víctimas, maldito el relativismo moral de la izquierda que sentencia la gravedad del delito y logra que las personas sean muchísimo peores.