Imagen de archivo de los presos del procés. | Quique García

Hemos condonado a las mascarillas en las calles como el borracho que agita fuerte un pañuelo blanco en una plaza donde el cóctel de sol y vino le impide entender la faena, o como los presos que una vez indultados gritan que volverán a delinquir sin muestra de arrepentimiento en sus arengas. Desde ayer se nos exime de la obligatoriedad de llevar el denostado cubrebocas al aire libre y nos sentimos aliviados por ello, como cuando se dijo que no eran necesarios ni recomendables porque sencillamente no teníamos.

Hoy paseamos un poco más libres y mucho más tontos sin saber cuándo volverán a robarnos las sonrisas, ni si el civismo hará el paseíllo y se vestirá de cordura para calzársela en espacios interiores. Porque, seamos sinceros, los turistas, esos seres que invaden nuestras calles hablándonos en otros idiomas que consideran que estamos obligados a entender, hace semanas que muestran sus rostros indolentes sin pudor alguno. Camareros, recepcionistas o dependientes están ya cansados, y la temporada acaba de empezar, de pedirles que cumplan las normas establecidas y se pongan las mascarillas para entrar a sus negocios. Si eso era complejo hasta ayer, ¿qué ocurrirá hoy, cuando salgan de sus hoteles, villas o pisos turísticos sin más ataduras que las de las carteras?

A falta de policía y ante la lentitud de los jueces, los que gobiernan y nos visten y desnudan los labios a su antojo nos quieren convertir también en responsables de las acciones del resto: nuestros gestores deben denunciarnos si creen que nos hemos desgravado una comida de empresa de más, nuestros vecinos son quienes deben alertar a las fuerzas del orden si armamos la marimorena y cualquiera está capacitado para sentar veredicto o cátedra sobre la culpabilidad de quienes esperan sentencia. Los cuñados son seres mitológicos convertidos en presidentes que saben más de virología que los mayores expertos, de economía, aunque nunca han gestionado dos duros, y de educación, aunque demuestran que carecen de ella ante sus homólogos en el Parlamento. Y en esta rueda de Sócrates, en la que solo sabemos que no sabemos nada, nos vacunamos contentos y nos desenredamos ilusos la tela de la cara para que nos dé un poco el sol y coger algo del aire que nos falta en un junio demasiado largo y caluroso como para echarlo de menos.

Al final, sea como fuere, el paseo por Talamanca de hoy huele mejor, sabe a sal y parece más normal que el de ayer, así que vamos a contar mentiras, como en los viajes de autobús, y a soñar que España se despertará mañana unida y fuerte, hermanada de nuevo, sin adoctrinamientos ni injurias. Imaginémonos que los que cometieron un delito de sedición descubren que sumando se rema más lejos y abandonan así sus eslóganes amarillos. Soñemos con un mundo normal, sin pandemias y con una inmunidad y unidad de rebaño. Ni siquiera piensen en un país mejor, ni extraordinario, solo en un lugar donde la gente muera de vieja, los niños abracen felices a sus abuelos, nuestra bandera nos represente a todos y los besos dejen de ser furtivos.