Encuentro entre Pedro Sánchez y Joe Biden. Junto a ellos, Justin Trudeau, primer ministro de Canadá.

Se me antoja que ser de izquierdas hoy en día, con la que está cayendo y el bochorno diario a los que sus líderes someten a la parroquia, requiere del mismo ánimo que el que mostrasen los jugadores del Alcoyano en un partido de Tercera división en el que se alentaban los unos a los otros enardecidos para lograr la remontada pese a perder por trece a cero. No se trata ya de la diáspora masiva de líderes progres hacia las zonas altas de las ciudades o el comprobar cómo van multiplicando vorazmente su patrimonio (¡vaya, la casta cuando la catas deja de tener mal gusto!), de las promesas incumplidas (¡No es no, si quiere se lo repito cinco veces!), ni que nadie haya sentado en la mesa a las odiosas élites financieras para obligarle a abaratar el precio de la luz (que, como no podía ser de otra manera, ha alcanzado su máximo histórico con un gobierno de izquierdas), ya no hablo de puertas giratorias, consejeros, amiguetes y queridas acaparando poltronas o puestos relevantes en cargos prescindibles y chiringuitos ideológicos. Tampoco se trata, pese la gravedad, de señalar el compadreo del Gobierno con toda la ralea que quiere destruir España, del traje de latex negro que se calza Marruecos para negociar con nosotros o del rescate de la compañía aérea de sus camaradas bolivarianos, me refiero a lo peor que puede hacer un político, por supuesto, tras ese vicio tan extendido de meter la mano donde no toca y prevaricar de continuo, que es el de hacer el ridículo. Porque, la verdad, basta con desplazar un poco la cortina que van tejiendo nuestros mediocres medios mediáticos (¡las tres marías!), siempre serviles a sus amos, para descubrir que en el plató los actores principales están sacados de entre los más tontos de Crónicas de un Pueblo, de un recopilatorio de frikis de la saga Torrente, o de la servidumbre envidiosa de las películas de Berlanga. “En política se puede hacer todo, menos el ridículo”, sentenciaba, con buen juicio, Josep Tarradellas. Nuestros inclítos políticos de izquierdas, ni caso, han patrimonializado el concepto, es más, se diría que en el ridículo constante es donde mejor se desenvuelven, que se trata de su ámbito natural a la hora de hacer declaraciones y lanzar propuestas, el caldo primigenio que sustenta su ideología trasnochada decimonónica, el oxígeno que airea sus neuronas defectuosas lo suficiente para que sus cuerdas vocales se tensen y balbuceen un nuevo chascarrillo... Así, uno asiste pasmado a la irrupción diaria de los payasos bajo los focos del circo patrio y los votantes de izquierda (que mentalmente apenas alcanzan los quince años) estallan de júbilo frente a sus caras pintarrajeadas y sus tropiezos infantiles. Sus últimas actuaciones son memorables; el cerebro económico de Podemos y hermano del Ministro Alberto Garzón propone, para poder salir airosos de la crisis, acabar con el paro y zanjar nuestra deuda externa que el Estado imprima una cantidad infinita de billetes (¡Un genio! ¿cómo no se le habrá ocurrido eso a nadie en ningún lugar del mundo civilizado? Para ser de izquierdas el menda debe desconocer que la inflación de Venezuela ha sobrepasado el 1.000.000% y que un paquete de pañales vale 8 millones de bolívares o casi 10 millones el kilo de carne. La revolución chavista, en ese aspecto, ha conseguido que todos los venezolanos sean millonarios), un líder de izquierdas sale al estrado con zapatos de tacón y unos bombachos sacados del harén de las Mil y Una Noches (Se imaginan al sujeto vestido de esa guisa concertando una reunión con Stalin o el Che Guevara que en tanta estima tenía a los homosexuales). ¡Qué risas, qué jolgorio! El público se levanta en las gradas y aplaude como si no hubiese un mañana. Lilith Vestrynge, con un hilillo de voz que tiene menos ánimo que un okupa buscando trabajo, borda su parodia ante una concurrencia de ancianos arrancados de la posguerra, y grita en tono jocoso, un no sé qué incomprensible sobre lo que será España mañana… Ahora, las risas ya desbordan la carpa y amenazan con echar el circo abajo. Y, es que no te dejan un segundo de respiro, antes de que tomes aire y controles las carcajadas, te suelta el otro: “ Y, como el espacio es una realidad transversal, vamos a crear la NASA española (que viene a ser un millón de veces más hilarante, tras disfrazarse medio Gobierno del Lazarillos de Tormes y mendigar en Europa 140.000 millones de euros, que si el CNI anunciase mañana su intención de cambiar de nombre y reconvertirse en la T.I.A, con Mortadelo y Filemón al frente del invento). Y todo es feliz algarabía, y la realidad deja de ser importante, como si no existiese, y el niño que todos llevamos dentro grita, patalea y aplaude a los bufones entusiasmado porque en esa pantomima que ignora el paso del tiempo, el paro y la miseria que padece el pueblo, siempre sale otro payaso que se supera y la gala no decrece ni por un solo segundo; “ahora le pondremos una faldita a los semáforos y diremos, todes”. ¡Qué requetebuenos, qué desparpajo para concebir tonterías! Y cuando ya parece que la concurrencia toma de nuevo asiento y el brillo de sus ojos se apaga, sale el payaso más grande de todos los tiempos y, convertida en pura magia, nos regala una parodia de treinta segundos que hace que a los niños se les escapen las lágrimas y tengan que presionar sus partes para que no se les escape el pipí. Tal es la magia del circo. Esa persecución a Biden como si el Presidente fuese un camarero al que no le han pagado la cuenta, ese intercambio de monosílabos entre un vendedor de enciclopedias y una estatua de cera imperturbable, esos segundos robados a Benny Hill al rebufo del anciano que telepáticamente le han permitido al Señor Sánchez realizar una cumbre bilateral, tratar de asuntos económicos, problemas fronterizos, sobre el medio ambiente, hablar un poco de la familia y lanzarse promesas enamoradas de estrechar las relaciones entre ambos países, entra de lleno en lo antología de los mejores humoristas del mundo. Porque, esa carrera patética detrás del yanquí con demencia senil para que le mostrase una sonrisa y, en su defecto, le arrojase una limosna que enseñar al pueblo, no tiene parangón en la historia reciente de España, si acaso habría que remontarse a aquella comparsa de pueblerinos que salían cantando al encuentro de los americanos en la película, Bienvenido Mister Marsall. Ha sido grandioso y podía haber llegado a sublime si Pedro Sánchez se hubiese disfrazado de flamenca o lagarterana y contoneándose detrás de Biden, le hubiese cantado: -Americanoooossss, vienen a España guapos y sanos, americanoooossss, viva el tronío de ese gran pueblo con poderío, americanoooossss…dándole tirones de la manga. Es de caballeros reconocerlo, para el ridículo son unos genios, los más grandes, insuperables, solo nos queda quitarnos el sombrero y hacerles una reverencia.