Imagen de archivo de un atasco en Ibiza. | Daniel Espinosa

Ayer me entregaron por fin mi coche nuevo. Un Dacia Sandero Stepway de color granate. Precioso. Del mismo tono que aquellos Seat 127, Seat Fura y Renault 11 que tuvieron mis padres. Tras sacarlo del concesionario me acerqué a dejar a mi madre en la fisio y empezó la aventura. Yo que había superado con mi amigo Víctor un Survival Zombie y que he conducido por Madrid en los peores años de las obras de Madrid Río y el soterramiento de la M30 pensé que me daba algo.

Según los registros oficiales la ciudad de Ibiza tiene apenas 11,14 kilómetros cuadrados de extensión pero cuando llega la temporada turística circular por apenas 5 es como superar aquel programa presentado por Emilio Aragón que se llamaba El juego de la oca. De hecho, hasta te puedes encontrar algún rostro conocido intentado superar los obstáculos.

Coches en doble fila, camiones y furgonetas de reparto aparcados donde buenamente pueden, arriesgados ciudadanos intentando cruzar por cualquier lado sin mirar, motos a toda velocidad pasando por izquierda y por derecha, ciclistas desafiando a la ley de intraspasabilidad de los cuerpos, mucha gente más atenta a las pantallas de los móviles que a pensar en su propia salud...

Y mientras a mi lado mi madre, a la que quiero mogollón, sufriendo, sudando a cada metro y pasándolo muy mal. Se cree que no me doy cuenta y prefiero no decirle nada para que no se asuste más y para que siga pensando que lo controlo todo.

Como esos machotes que van con el codo fuera de la ventanilla y conducen con una sola mano en el volante siendo los amos de la ciudad. No es así. Yo lo paso mal y también me agobio. De hecho, al final cada vez voy menos a Vila a riesgo de no disfrutar de muchas cosas, sobre todo en la zona centro, Vara de Rey y alrededores. Y es que al final, como decía mi padre, los ciudadanos no vivimos la ciudades, las sufrimos.