Francina Armengol. | Daniel Espinosa

Francina Armengol es el animal político más brillante (en cuanto a estrategia se refiere), más audaz y con mejor oratoria de las Islas Baleares. Es una mujer fuerte y hábil que ha conseguido imponer su autoridad tanto en las urnas como en el arco parlamentario balear.

Se maneja en el Parlament como una serpiente en un olivo y ha conseguido tejer un engranaje de sólidos apoyos que le regalan estabilidad desde hace dos legislaturas. Una de sus más heroicas proezas ha sido anular desde dentro a cualquier socio (ergo rival) que se ha atrevido a sentarse a su lado. No en vano, MÉS y PODEMOS son dos formaciones con escasa visibilidad y menor peso en el ejecutivo autonómico que se limitan a seguir las huellas que atrás deja la presidenta.

Pero esa robustez que caracterizaba a Armengol brilla ahora por su ausencia. El fatídico episodio del Hat Bar, la comida con los colegas en Can Botino, unas ayudas que no llegan, un cierre suicida de la hostelería y el ocio nocturno, una siempre polémica gestión de la pandemia basada en la improvisación y unas decisiones ilegales impugnadas por la justicia han convertido a Armengol en una figura endeble que vaga sin rumbo, completamente superada por los acontecimientos y los reveses que la justicia o la sociedad le dan a diario.

La presidenta está herida y Prohens lo sabe. La diputada popular rema para acortar distancias con la que será su adversaria en los comicios de 2023. Su tarea consiste en que Armengol no consiga coser la herida, hurgando en una gestión cuestionada hasta por sus sectores afines y contraponer la imagen de una presidenta desgastada y amortizada a la frescura y la energía de la única política que ha conseguido ponerla nerviosa. Armengol está débil, pero a Prohens todavía le falta para tumbar l’estaca.