Una estampa de Formentera. | Pixabay

Zarpaba del puerto de La Sabina a la puesta de sol cuando vi la procesión de la Virgen del Carmen. Mi corazón católico pagano se alegró y entoné un Ave María a la patrona de los marinos, anhelando una buena travesía en estos tiempos esquizofrénicos de virus de laboratorio y políticos desechables. Señora, despiértanos alegres y danos sabiduría.

Formentera siempre es excitante y deliciosa. Pasado corsario y presente sensual. Me gustan sus bravos indígenas, los mayores bebedores del Mare Nostrum, inmunes al contagio de afectación, fealdad o cursilería que domina la nueva cultura de masas, tan presta a retratarse. Vanitas vanitatis. Pretenden congelar la realidad en una foto y así se pierden el flujo gozoso de la vida.

Hoy en día se descubre a la gente auténtica cuando no va pegada al teléfono móvil. Una mirada brillante, sonrisa retadora e ingenio en la mesa son grandes bazas de estilo que pueden arruinarse cuando alguien pretende que mires alguna chorrada virtual. Si navego el paraíso, con una luz diamantina y la mar color de vino, no tengo la menor intención de caer en la tiranía cibernética y sus armas de distracción masiva. Ya decía Gore Vidal que esclavo es aquel incapaz de hacer poesía.

En Formentera las lagartijas son azules y muerden el dedo gordo del pie de las coquetas ragazzas que se doran en sus dunas. El tiempo se dilata en el aire salino y ayuda a experimentar la sagrada ecuación Ser-Consciencia-Gozo que permite estar aquí y ahora. Eso ayuda a olvidarse de conceptos, miedos y laberintos, porque la vida no es un misterio a resolver sino una realidad a experimentar.