Hace ya tiempo que los Juegos Olímpicos se quitaron la careta –si no las bragas—, como en la antigua Grecia, donde los atletas corrían desnudos para regocijo socrático y eran premiados con una corona de laurel y las bendiciones de Apolo. Tal estriptis se ha consumado gracias al paso de oca mercantil del COI, que se ha pasado tres pueblos en su olvido de las románticas normas del cándido y fraternal barón de Coubertin. Los valores olímpicos se han devaluado tanto como la mafia que manda se ha enriquecido y las disciplinas multiplicado. ¿Juegan al futbolín en Japón? El resultado es una olímpica indiferencia, tal y como me confiesa una amiga que juega a aburrirse a lo lost in translation en Tokio.

Los primeros Juegos griegos que se establecieron en el Peloponeso hace dos mil setecientos años fueron pensados para que los guerreros pudieran entrenar y divertirse al mismo tiempo. Y en las Olimpiadas de Berlín, un negro espléndido hizo comerse el bigote al snob plebeyo que pregonaba la supremacía aria. Ha habido momentos magníficos y hay que reconocer el esfuerzo de los que desafían los límites del cuerpo humano, pero da la sensación que la ilusión olímpica ha decaído.   

 Así que antes que hacer deporte por televisión –¡es agotador!— prefiero beber mi palo con ginebra y leer a Homero mientras navego por algún rincón pitiuso adonde no llega la música electrónica, ni las atroces motos náuticas, ni las barcazas atiborradas de turistas color langosta termidor. Y en las Bledas hice ejercicio persiguiendo a una tornasolada sirena, lo cual es más agradable que saltar a la pértiga.       

Los estetas políticamente incorrectos de hoy podemos reconocer que desde que l@s atletas no compiten en pelotas, los Juegos Olímpicos han perdido mucho atractivo.