Jesús nos había dado los grandes regalos de su Divino Corazón. Por nosotros y por nuestra salvación bajo del Cielo. Se dignó hacerse hombre verdadero sin dejar de ser Dios verdadero. Fundó la santa Iglesia, le dio los 7 sacramentos, predicó su Doctrina de Paz y Amor por los caminos del Palestina y, al final de su vida terrena, muere clavado en la cruz, no sin antes darnos a su Madre Santísima. Ahí tienes a tu Madre.

Nosotros los cristianos deberíamos decir con todo el afecto de nuestro corazón y de una manera sincera y veraz: «Madre, aquí tienes a tus hijos». Todos podemos exclamar con júbilo, con San Estanislao de Costka: «La madre de Dios es mi madre».

Ciertamente, es muy fácil hablar de la Virgen María, pero lo más difícil es hablar de Ella con dignidad y amor. A una madre se la quiere, se la respeta, se la venera. Ser agradecido a nuestra madre es propio de los buenos hijos. Demos gracias a nuestra propia madre por todo el bien que nos ha hecho: sus desvelos, sus sufrimientos, su tierno amor, su ejemplo de abnegación y cariño por todos sus hijos; gracias madre.

Estamos celebrando el triduo en honor a nuestra Patrona Santa María. Después de Jesucristo, está la Virgen Santísima, la madre del Señor.

María de Nazaret, la mujer que dio a luz a aquel que es el Redentor del mundo.