Algunos ingenuos todavía tienen el atrevimiento de pensar que una democracia consiste en tener un Estado de Derecho en el que todos tenemos derecho a un procedimiento judicial con todas las garantías. El siglo XXI, el prime time y las redes sociales han demostrado que no. En estos difíciles días de aspavientos, hipérboles y victimismos, los tribunales enjuician y otros condenan. Ahora la integridad de una persona no depende de su conducta y mucho menos de si es inocente o culpable, depende de lo que guíe el instinto de una caterva de legos a los que nadie ha elegido. En eso nos hemos convertido.

Nos hemos acostumbrado a hacerlo todo más deprisa y a tenerlo todo al alcance de un click, dejando la reflexión, el criterio y el raciocinio en las tinieblas del ostracismo. Son las redes sociales y las tertulias las que crean mártires y demonios. Ahora cualquier individuo se atreve a cuestionar sentencias judiciales sin leerlas y mucho menos entenderlas. La única fundamentación de la que precisan es el impulso ciego, les bastan pocos indicios para condenar socialmente a alguien sin que tenga la menor oportunidad de apelar. Sus sentencias son tan firmes como apresuradas. Da igual que un tribunal haya investigado una causa y haya determinado la inocencia de un acusado, lo importante es lo que digan las televisiones de él. Este juicio paralelo es el que va a perseguir de por vida al incauto que acabe siendo preso del populismo punitivo que impera.

Nos hemos olvidado del perdón y la presunción de inocencia. Ahora sólo vale abatir al señalado. Si nos acostumbramos a la justicia vindicatoria y a los juicios paralelos, un día nos tocará ser víctimas de ellos y no nos valdrá el arrepentimiento. Para opinar sobre una causa, hay que leer más sentencias y menos periódicos.