Era la hora del aperitivo y solo llevaba tres negronis en el cuerpo. | Pixabay

Una influencer al teléfono pegada se permitió recomendarme una detox para el otoño en una secta de extremos macrobióticos que la reeducan por internet. Por primera vez reparé en esa anodina criatura, pues era del todo asocial y solo mantenía comunicación con su telefonino. Su impertinente consejo me hizo gracia, pues era la hora del aperitivo y solo llevaba tres negronis en el cuerpo, de esos que ayudan a mantener la vertical gravitatoria con cierta cadencia de mambo italiano. Pero claro, la influencer no estaba acostumbrada a las risas, a una conversación chispeante, a la vida real por encima de espejismos virtuales... Por supuesto di a la yonqui cibernética mi consejo personal de que arrojara el móvil a la basura y empezase de una vez a cortejar las rosas de la vida.

Unas horas más tarde embarqué rumbo a Formentera y me zambullí en éxtasis en un rincón de Migjorn. Era la hora baixa y encantada en que las masas regresan a ferrys y hoteles; y los únicos testigos de mi trip fueron dos ragazzas en cueros esplendorosos que fumaban hierbas prohibidas. El duende, la musa o el genius loci se apoderó de mí –algo habitual en la isla cuando crece la luna— y comencé a bailar un sirtaki mezclado con danza derviche, ball pagés y algo de flamenco con estética torera. Parar, templar y mandar. Pero ¡quien mandaba era el toro o la ninfa sagrada con pestañas de Pasifae! Canté mariachis y napolitanas y reí a carcajadas; derramé lágrimas de emoción y me arrojé a la mar como un náufrago en los brazos de Nausicaa, la más dulce criatura de las aventuras de Ulises. Fue un regalo cósmico y supe apreciarlo. ¡A ver cómo demonios cuelgas eso la red!