Es posible que en las Pitiusas se comiera mejor hace treinta años que ahora? Visto el auge de tantos restaurantes de gusto-susto estándar, la pregunta no es absurda. Naturalmente que siguen quedando oasis formidables, como Can Alfredo, donde me refugié la otra noche tras un safari sensorial por las calles calientes de Vila. Juanito resiste y es ajeno a cursiladas, y su mujer manda en la cocina con una sonrisa deslumbrante.

Y hablando de sonrisas, ¿sonreía más la gente de hace treinta años? Actualmente hay mucha masa amorfa que solo sonríe al hacerse un selfie. Con dinero o sin dinero, cultivan un aspecto de lo más miserable y nada saben de la nobleza de Jean Valjean.

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Me vienen estas ideas tras una noche bailando gozosos ritmos caribeños. El desayuno, naturalmente, es ad hoc, y he cambiado el pan tumaca por huevos pericos con arepas. El café va bien cargado de ron La Hechicera, un elixir creado por mujeres fascinantes y canto de sirena. Pero la culpa de tal rocambole reflexivo la tienen Manu Gon, que es todo un estudioso del arte de sonreír a la vida; y el gastrónomo Juan Carlos Rodríguez Tur, que se muestra harto de tanto vulgar postureo en la mesa. Sus columnas claman por más alegría y sentido común ante la dictadura del más bajo denominador común o la propaganda influencer.

Fue el Don Juan más admirable (era feo, católico y sentimental), el bravo marqués de Bradomín, quien sacudió a los bolas tristes existencialistas diciendo: «Yo no aspiro a enseñar sino a divertir. ¡Viva la bagatela! Para mí haber aprendido a sonreír, es la mayor conquista de la humanidad!».