Las protagonistas de la serie 'Sexo en Nueva York'. | HBO

Con los años sufres una extraña mutación y te conviertes en esa mujer que siempre juraste que nunca llegarías a ser. Alguien que no es capaz de salir de casa sin dejar la cama perfectamente hecha, los platos fregados, el suelo barrido y los cojines tan perfectamente alineados en el sofá que cualquier revista de decoración del país le otorgaría la portada de su próximo número. Repites frases de las que te reías cuando eras pequeña: «¡Recoge las cosas! ¿y si viene alguien?», «¡Mira cómo está la casa!», «¡No gano para lavadoras!» o «¡Guarda bien la ropa, que no se plancha sola!». Te asomas a la mirilla cuando escuchas ruidos en el rellano y llamas a la policía cuando los vecinos montan fiestas de madrugada. Hablas sola con la tele, con el perro y con el ordenador, aunque al menos Alexa te responde y te hace sentir un poco menos lunática.

Con los años descubres que la única razón por la que no se despertó antes esa mujer en ti es porque todavía no lo eras. Y, sin embargo, a pesar de que la edad te convierta, sin poder evitarlo, en una mala copia de tu madre, es ahora cuando te sientes más libre, más auténtica y menos prejuiciosa. Tal vez esto sea lo que algunos llaman madurar: abrir tu mente y permitir que tus ojos vean el mundo a 360 grados. Ahora, pasada la barrera de los 40, se nos caen las vendas, se nos escurren las mochilas, los complejos e inseguridades y es en este preciso momento cuando te sientes extrañamente más joven que antes, mientras sacudes las sábanas para que al menos ellas no muestren sus arrugas.

Hace unos días, mientras disfrutaba de una copa de vino, y para evitar perder la siguiente media hora decidiendo qué serie ver entre una plataforma u otra, decidí darle una segunda oportunidad a Sexo en Nueva York. Lo hice conscientemente, mientras pensaba en esta mujer feliz y completa que soy hoy y en la que fui hace veinte años, cuando sus personajes me provocaban una mueca de desagrado por frívolos y escandalosos. En aquel siglo era fan incondicional de Friends y empatizaba cada día con cualquiera de sus personajes: un día me habitaba la loca de la guitarra, otro la cocinera histriónica, el tercero el antropólogo serio y acomplejado, el cuarto la superficial amante de la moda, el quinto el graciosillo del grupo y el sexto el glotón y eterno aspirante a actor. Sin embargo, con Sexo en Nueva York no podía hacer eso. Aquellas mujeres cortadas por el mismo patrón y con una edad indefinida entre los 35 y los 45 años estaban demasiado lejos de mí, hablando de forma continua y exclusiva de sus relaciones sexuales y centrando sus vidas en sus múltiples conquistas.

Ellas se comportaban como veinteañeras y yo, que lo era, tenía novio formal y vestía siempre de traje y con mocasines planos. Su soledad me daba lástima y eran el espejo en el que nunca me vería reflejada.

Hoy, en vez de verlas con aquellos ojos miopes que no conseguían entender por qué esas mujeres con carreras profesionales firmes y presumiblemente brillantes eran tan infantiles y superficiales, me parecen trasgresoras y creo que mostraron por primera vez al mundo sin tapujos nuestra libertad sexual.

En el siglo pasado nosotras no hablábamos de sexo seguro, de feminidad, de masturbación o de placer. Puede que la omisión de la mayor parte de sus vidas fuese deliberada para explorar y relatar sus vidas a través de sus orgasmos y, si lo usamos como metáfora, podría definir muy bien el hedonismo que hoy nos embarga y seduce. Que una columnista tardase una semana en preparar un artículo y que ganase con ello lo suficiente para coleccionar zapatos de 1.000 euros era y es ciencia ficción, se lo aseguro, pero su protagonista fue al menos pionera en escribir sobre lo que sentía, vivía y pensaba.

Hoy soy yo la señora de 40 que escribe sus propias reflexiones en un periódico cada domingo, con libertad absoluta, aunque permítanme que guiñe un ojo a la mojigata que todavía me habita para confesarles que nunca versarán sobre sexo en Ibiza.